Abril 20, 2024

De Muertes imaginarias (Laurel, 2020)

 

 

Compartimos dos relatos del nuevo libro “Muertes imaginarias” de Roberto Castillo Sandoval, Académico y escritor chileno avecindado en EE.UU. Entre sus publicaciones recientes están Antípodas. Crónicas y ensayos, finalista del Premio Municipal de Ensayo 2014 (Cuarto Propio, 2014), la novela Muriendo por la dulce patria mía (Planeta, 1998; Laurel, 2017) y Muertes imaginarias (Laurel, 2020). Ha traducido la novela corta Bartleby. Una historia de Wall Street, de Herman Melville (Hueders, 2017) y cuentos de Nathaniel Hawthorne en Wakefield (Hueders 2019). El relato extenso “The Laws of Motion” se publicó en The Kenyon Review, (2019). Ha escrito ensayos sobre literatura colonial, literatura chilena y cine chileno, y colaborado en medios tan diversos como la revista Dossier (UDP) El Sábado, La Nación, Perfil (Argentina), El Mundo (España) y Las Últimas Noticias. Prepara la traducción de cuentos escogidos de Edgar A. Poe.

 

 

 

 

VALERIE DEPORTU (68)

 

La secretaria incorpórea

 

Ahora se sabe que Vargas Llosa acabó muriendo en Piura, encogido y hecho un anciano, a fines de 1990, pocos meses después de su fracasada campaña presidencial. Veinte años más tarde, en la segunda ola de la peste, fallece en Londres Valerie Deportu. Uno se pregunta cómo es posible que recién este año haya muerto la viuda de Vargas Llosa, siendo que él en 1990 ya era tan anciano. La explicación está en una trama tan conocida como antigua: «Viejo poderoso se casa con su bella y joven secretaria».

Valerie Deportu tenía menos de treinta años el día que se casó. No se sabe con certeza la edad de su marido en ese momento, porque desde muy joven el novelista peruano se quitaba la edad. No se conformaba con restarle un par de años a la cifra verdadera, como hace la gente común y corriente; él se quitaba lustros, o incluso décadas. En la maniobra eran cómplices sus editores, pendientes siempre de mantener al autor vigente entre las nuevas generaciones. También fue cómplice toda la crítica literaria, adormecida o distraída. El matrimonio con una mujer joven hizo más creíble la aritmética ficticia de Varguitas.

Ahora bien, ya que hablamos de tramas antiguas, hay que decir que Vargas Llosa dedicó su vida a mostrarnos que son más extrañas y complejas de lo que pensamos. Así́ podremos entender el argumento del capítulo final de su vida, titulado «La muerte de un novelista», y entenderemos que Valerie fue no solo la joven secretaria, sino la más confiable compañera de escritura y la lectora más entusiasta de su marido. De múltiples maneras, Valerie lo rescató de la muerte.

El punto de inflexión en la vida de Valerie ocurrió a los dieciséis años, cuando asistió en Santiago de Chile a una adaptación teatral de El hablador, novela en la que Vargas Llosa imagina el viaje al Amazonas profundo de un judío peruano indigenista llamado Saúl Zuratas, «Mascarita». La adolescente quedó tan conmovida por la obra que decidió partir en busca del autor de El hablador, y no solo para conocerlo, sino para trabajar con él, para aprender más sobre él y sobre la literatura, su pasión.

Los detalles de cómo logró acercarse al novelista, que en ese tiempo vivía en Londres, servirían para una comedia de enredos de Goldoni. Basta decir que terminó de traductora y relacionadora pública en Farrar, Straus & Giroux, además de ejercer de «secretaria incorpórea» de varios autores latinoamericanos de la editorial. Debido a los constantes viajes de Vargas Llosa, se comunicaba con él por carta, telegrama o correo electrónico. Muy rara vez, por teléfono. Al contrario de lo que se esperaría, Valerie aguardó con paciencia la oportunidad de intimar con su autor. Al cabo de un tiempo pasó de ser secretaria incorpórea a secretaria personal y eficiente relacionadora pública. Lo hizo adoptando el modo distante y gélido que su representado modelaba y exigía.

Después de cinco años Vargas Llosa le comentó a quien era entonces su mujer: «La chilenita no se quiere dar a conocer para nada, uno que se acerca y ella paf que se cierra como almeja, no suelta nada, nadie sabe nada de su vida». Por eso, para todo el mundo, incluyendo a la esposa abandonada, fue una sorpresa que dos años más tarde el escritor y la chilenita se escaparan en secreto a la costa amalfitana y que desde allá anunciaran que Varguitas estaba pidiendo el divorcio para poder casarse de nuevo.

En la intimidad, el novelista era un hombre difícil que trataba a la gente de su entorno como si fueran personajes de sus libros, como si estuviera convencido de que su talento luminoso justificaba o por lo menos explicaba las taras de su temperamento. Era frío, desdeñoso, inseguro, engreído, evasivo, mentiroso, desconfiado y sobre todo hipocondríaco. Algunos dicen que estos componentes de su carácter constituyeron la base de su transformación política. Otros dicen que fue su viraje político el que causó un cambio análogo de temperamento. Sea como sea, y como suele pasar en algunas novelas, la hipocondria dio paso a la genuina enfermedad: al poco tiempo de casado con Valerie se le diagnosticó una grave avería en el corazón, se le declaró un enfisema que lo acechaba desde tiempos de su juventud en el Amazonas y comenzó a sufrir desmayos esporádicos por falta de oxígeno. A su biógrafo y coterráneo Efraín Kristal le confesó que había días en que toda la energía se le iba en respirar: «Estoy más jodido que tísico de novela francesa», le decía.

En la luna de miel, Vargas Llosa se rompió la mitad de la dentadura al tropezar mientras contemplaba el Tirreno desde la Terraza del Infinito en Ravello. A pesar de ese comienzo poco auspicioso y de sus crecientes problemas de salud, en compañía de la joven Valerie se convirtió en algo que parecía imposible: un hombre feliz. Siempre había necesitado mediadores entre él y el mundo externo; amigos, profesores, editores, amantes, parientes, esposas y amantes que eran al mismo tiempo parientes cercanas. Valerie combinaba todos esos roles esenciales en una sola persona. Se tomaban de la mano en público, se leían el periódico, iban al cine y hasta bailaban en una fiesta si había ocasión de hacerlo. «Esta parte de mi vida –escribió a Kristal– es lejos la mejor de todas, y todo gracias a Valerie. Tengo que reconocer que es muchísimo más de lo que me merezco.»

Después de su muerte Valerie mantuvo viva la obra de su marido, al punto de que mucha gente, incluida la Academia Sueca, nunca se enteró de su deceso. Ella siguió enviando todos los años la información que Estocolmo pedía para actualizar el eterno dossier de los nominados al Nobel. Contra viento y marea siguió siendo la guardiana y promotora de la figura y de la obra de su marido muerto. Tomó decisiones discutibles, como la de autorizar el musical de Broadway basado en Conversación en La Catedral, sin revelar, por pudor, que su objetivo era noble: obtener los fondos para cumplir con el deseo de su marido de financiar talleres de literatura en el Perú amazónico.

Valerie contribuyó, sin ser especialista, al estudio de El hablador con un prólogo meticuloso y profundo, fundamental para entender la novela que cambió el curso de su vida. «El prólogo de Valerie para la edición final de El hablador es probablemente el mejor prólogo de la historia literaria moderna; al leerlo uno siente que Vargas Llosa escribió el libro para que alguien, algún día, escribiese ese prefacio maravilloso que hace que la novela misma se lea como un digno apéndice», escribe Efraín Kristal.

Por otra parte, la viuda se ganó la enemistad de estudiosos y editores cuando restringió los permisos de reproducción de los textos y papeles inéditos del peruano. Con este celo solo continuaba los deseos de su esposo, para quien la tradición literaria se debe preservar, antes que nada, por medio de la activa dedicación y aun devoción curatorial, y no por el gesto vacío de legarla como un paquete inerme a cualquier entusiasta o a las depredaciones de las editoriales o las universidades de arcas millonarias.

Sobre todo, Valerie permaneció fiel a un rasgo que, siendo suyo más que de Mario, llegó a identificar la actitud de Vargas Llosa frente al mundo, particularmente después de su fallida incursión en la política: la firme creencia de que la emoción se expresa de manera más poderosa en la intimidad, de manera escrupulosa y sobria, lo más lejos posible del sentimentalismo artificial de fácil consumo público y de la lacra farandulesca.Valerie contaba a sus cercanos que a partir de 1980 Vargas Llosa tuvo dos sueños recurrentes. Tanto se repetían, y siempre con tanta similitud, que el novelista se inquietó y accedió a consultar un sicólogo. Ambos sueños ocurrían en el futuro, pero no en el futuro onírico, siempre tan impreciso, sino exactamente en el mes de octubre del año 2010. En uno de esos sueños, contestaba el teléfono y oía la voz de Gabriel García Márquez diciéndole:

–Le acaban de dar el Nobel, marica.

Y enseguida Gabo colgaba, sin esperar respuesta. En el otro sueño recurrente, Vargas Llosa piloteaba un avión, de noche y en medio de la niebla, cerca de Arequipa. El altímetro fallaba: de repente, al abrirse un claro entre las nubes, se encontraba cara a cara con una ladera del Misti, demasiado cerca para intentar una maniobra evasiva. Al irse acercando el impacto, oía su propia voz que transmitía por la radio del avión. Repetía un verso de T.S. Eliot, el mismo que puso como epígrafe de su última novela y el mismo que Valerie escogió como epitafio de la modesta tumba que ahora los dos comparten en el cementerio de Highgate, sector de Lime Path, donde estuvo la tumba original de Carlos Marx:

¡Tantos años toma darte cuenta de que has muerto! It takes so many years to know you’re dead!

 

 

JOAQUÍN O. BARROS (102)

El guardián de los secretos de Freud

 

Joaquín O. Barros fue el vínculo directo entre Chile y el creador del psicoanálisis. El Professor Doktor Barros, como Sigmund Freud lo llamaba en su correspondencia, se hizo famoso por su temerario escape de Austria junto a Kurt Eissler cuando la Segunda Guerra Mundial se venía encima.

En Londres, Freud les encargó a Barros y Eissler, sus discípulos predilectos, que recuperaran los papeles que él había tenido que dejar en Viena. Escogió bien: como si fueran agentes entrenados, los dos jóvenes se las ingeniaron para ubicar y embalar los archivos. Sin embargo, la Gestapo les tendió un cerco en el andén de la Wiensbanhof cuando estaban a punto de abordar el tren a Suiza. Al verse rodeado, Barros forzó un aparatoso altercado con un pasajero y, para maximizar el escándalo, fingió un ataque de demencia, gritando «¡madre, madre, madre!» junto con una sarta de obscenidades calculadas científicamente para paralizar a cualquier hablante del alemán. Eissler aprovechó la confusión, el griterío y el vapor de la locomotora para subirse al tren con la maleta de documentos; creyó que la Gestapo había atrapado a Barros, pero en el último momento el chileno logró escabullirse entre el gentío de los andenes y subirse al tren en marcha.

Cuando supo los detalles de la huida, Freud quedó impresionado por la forma en que el chileno había usado el lenguaje como arma disuasiva, y lo felicitó con efusión inusitada. En cambio interpretó la huida de Eissler como una forma de deslealtad imperdonable. Eissler, que era neuróticamente celoso, tomó revancha publicando como si fueran propios los libros escritos en colaboración con Barros, entre ellos el célebre El siquiatra, el moribundo y Goethe. No contento con eso, se apropió del estudio Apuntes sicoanalíticos para el enigma de Leonardo da Vinci, obra escrita por Barros que Eissler simplemente había traducido al alemán. Además, el discípulo despechado se dedicó a borrar sistemáticamente todo rastro de Barros, llegando al extremo soviético de intervenir fotografías para eliminar todo vestigio físico del siquiatra chileno.

Varias veces intentó Freud zanjar la rivalidad, pero de una forma u otra terminó inclinándose siempre por Barros. Su interpretación del episodio de la escapada de Viena, por ejemplo, fue que Eissler no solo había cometido un acto de traición al subir al tren sin saber qué le había pasado a su compañero. Llegó a sugerir, basado en su conocimiento detallado de la estación vienesa, de las costumbres de la policía austriaca y del movimiento de los trenes, que la Gestapo contaba con un informante y que en esa lógica inescapable no se podía descartar que el traidor fuera el mismo Eissler. El aludido escribió sobre este duro episodio en su diario, confesando que la acusación no le había dolido tanto como las alabanzas «desmedidas, alejadas de todo rigor científico» que Freud le prodigó a Barros por haber usado los insultos en alemán como Sprachstrahlen, «rayos paralizantes de lenguaje».

Freud declara en sus cuadernos que sin la ayuda de «Barroos [sic], joven estudiante sudamericano», no hubiera podido resolver el misterioso caso de Serguéi Pankéyev, conocido como «el Hombre Lobo». Barros, sin embargo, sabía que su maestro mentía: la atribución estaba diseñada para poder renegar sin costo de su polémico diagnóstico sobre Pankéyev, en caso de que fuera necesario. Freud había propuesto que la depresión del «Hombre Lobo» se debía a que había presenciado por accidente el acto sexual de sus padres. En el trabajo que marcó la ruptura final entre Barros y Freud, el sicoanalista chileno escribe que, en ese caso y en otros, su maestro «nunca fue capaz de distinguir, ni teóricamente ni clínicamente, entre las fantasías y los recuerdos de infancia de sus pacientes; de hecho, parte de la base de que no es importante distinguir entre fantasías y recuerdos, e incluso en ciertos momentos habla de la necesidad de considerarlos una sola cosa, lo cual es, por cierto, una barbaridad enorme, dicho con todo respeto».

La obra cumbre de Joaquín O. Barros fue Neurosis social, donde amplía el marco tradicional del psicoanálisis y bosqueja analogías entre comportamientos psicopatológicos individuales y colectivos, flirteando con la sociología en un estilo muy similar al que desarrollaría la Escuela de Fráncfort años más tarde.

Una vez asentado de vuelta en Chile, trató de inculcarle a la Escuela Psicoanalítica de Santiago (también conocida como el Círculo de Ñuñoa) virtudes que no se dan con facilidad en nuestro suelo, pero, como escribió en su diario, fue como «cultivar orquídeas en un potrero de yuyos». Junto a su erudición, siempre adornada con un toque sutil de ironía y humor, desplegó una honestidad a toda prueba. Era un ser apasionado que decía lo que pensaba. Quienes lo trataron coinciden en que no había nada falso ni ostentoso en su modo de ser. Como toda persona que ha llegado a logros superiores, era demasiado inteligente para estar satisfecho, o impresionado, consigo mismo. Sentía reverencia ante la genialidad, pero no desdeñaba a las mentes menores y jamás daba evidencia de darse cuenta de la más leve disparidad entre él y el más burdo de sus interlocutores. Su generosidad profesional era bien conocida, no porque él la publicitara sino porque tantos se beneficiaron de ella.

Su libro más accesible es la segunda versión (él la llamaba «la versión chilena») de El siquiatra y el moribundo, donde demuestra su preocupación por el sufrimiento de los pacientes mentales, al tiempo que critica la arrogancia y la displicencia de los médicos siquiatras.

Barros era incapaz de escribir una frase banal, y sus escritos resplandecen con observaciones brillantes, aunque carecen totalmente de economía. No contó con nadie que le ayudara a sintetizar sus pensamientos y a plasmarlos por escrito. En una carta, Freud le dice: «Científicamente, tú me superas. Tú sabes pensar, pero yo sé escribir, y el mundo es injusto: siempre va a desdeñar al que piensa rigurosamente y va a celebrar al tonto cuyo único mérito consiste en saber juntar palabras».*

El profesor Barros dejó instrucciones explícitas en su testamento para que el Instituto Chileno de Siquiatría no le hiciera ningún reconocimiento póstumo una vez pasada la pandemia. De hecho, condicionó su misma pertenencia a la institución a esta cláusula: nada de homenajes, ni vivo ni muerto. No es extraño, puesto que siempre fue celoso guardián de su vida privada: poco se sabe de ella, aparte de su matrimonio con otra distinguida siquiatra, Ruth Miranda, y del peculiar dato de que por muchos años viajó a pasar el mes de agosto en el balneario de Vinehaven, Maine, como huésped de Karl Eissler.

No tuvo hijos y tal vez por eso forjaba con facilidad amistades paternales con gente joven. Los últimos años de su vida se vieron ensombrecidos por el escándalo de la querella por daño emocional interpuesta por uno de sus protegidos. Para el mundo más reducido de la siquiatría nacional, sin embargo, el legado del doctor Joaquín Barros demuestra que el psicoanálisis freudiano sigue vigente, a pesar de que muchas veces se le ha extendido un prematuro certificado de defunción.

 

 

 

* «Was die Wissenschaft betrifft, bist du mir überlegen. Du bist in der Lage zu denken, doch ich kann schreiben, und die Welt ist ja ungerecht: Sie wird stets denjenigen missachten, der rigoros denkt, und wird den Narren, wie mich feiern, dessen einziger Verdienst darauf besteht, dass er Wörter richtig aneinander reihen kann.» (Londres, 4 de julio de 1936).

 

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