De la colección de libros de la Biblioteca de Poesía Chilena de La Sebastiana, destacamos el libro Olla Común (Ediciones Tragaluz, 1985), de Bruno Serrano.
Por Andrés Urzúa de la Sotta
En un video de Teleanálisis del año 1985, el periodista Augusto Góngora señala que en Santiago, en esa fecha, existían 144 ollas comunes, las que alimentaban a más de 14 mil personas. Desde un inicio, a partir de la década de los 30´ del siglo pasado, cuando la crisis del salitre hace que emigren miles de trabajadores a la capital en busca de mejores condiciones de vida, las ollas comunes se erigen como un símbolo del hambre y de la pobreza nacional, pero también de la gestión comunitaria y de la solidaridad profunda del pueblo. El Estado instala albergues en esos años para alimentar a los trabajadores del salitre que arriban a Santiago. Y en las décadas siguientes, las ollas comunes, autogestionadas por los pobladores, son utilizadas como un instrumento para enfrentar las huelgas. Como señala Góngora en el mismo video de Teleanálisis: “A través de ellas, los trabajadores proporcionan alimento a sus familias, promueven la solidaridad y dan a conocer su conflicto a otros sectores de la sociedad”.
Las ollas comunes no solo permiten sortear el hambre de un pueblo sumido en la pobreza, sino que se instalan como un elemento estratégico de la resistencia comunitaria y de la lucha política. En ellas se socializan las pugnas de los trabajadores con el poder y se va generando conciencia en el pueblo acerca de las injusticias y de los derechos sociales.
Según la psicóloga y socióloga Clarisa Hardy, a diferencia de otros periodos de la historia de Chile, donde existieron coyunturas que suscitaron la organización de ollas comunes, como huelgas o crisis económicas, durante la dictadura estas no solo eran transitorias ni instrumentos de denuncia, sino que “fueron respuestas más estables y permanentes de los sectores populares para sobrevivir”.
Algo parecido está sucediendo hoy, producto del contexto sanitario del país. Solo en la comuna de Lo Espejo, como advierte una nota de prensa de CIPER Chile, existen al menos 75 puntos en los que se produce y distribuye alrededor de 8 mil raciones de comida a la semana. Tal como sucedió en Chile en plena dictadura, durante la crisis económica de 1982, donde hubo un movimiento de solidaridad vecinal arraigado, estable y profundo, hoy las ollas comunes parecen aportar el único alimento para miles de chilenos durante la pandemia.
El poeta Bruno Serrano, que fue parte del GAP, militante del MIR y participante activo del proceso político iniciado con el ascenso de Salvador Allende a la presidencia y de la posterior resistencia a la dictadura, tiene más que claro el origen, la historia y la experiencia misma de la convivencia social y de la organización colectiva de las ollas comunes. Su libro Olla Común se publica en Santiago en 1985, el mismo año en que el autor realiza un taller de escritura testimonial con relegados políticos de la población de Lo Hermida, barrio emblemático de las tomas nacionales, de las ollas comunes y de los procesos comunitarios y culturales de resistencia a la dictadura. Allí mismo el documentalista Ignacio Agüero registró en 1977 los testimonios de la película “Cien niños esperando un tren”, donde un grupo de muchachos que asiste a un taller de cine autogestionado narra sus propias experiencias en dictadura.
Dividido en siete secciones o capítulos, el libro de Serrano se estructura en consonancia con la orgánica recolectora de las ollas comunes, abasteciéndose de una diversidad de fuentes, recursos y temas que da cuenta de la complejísima realidad del periodo. Uno de esos temas es el hambre, en tanto símbolo del abandono de los ciudadanos por parte del aparato estatal. Y también como realidad misma, desprovista de metáfora. Entre los versos del libro refulge esta escena terriblemente reveladora, donde un muchacho mira la bandera de Chile y la asocia con el hambre: “Si /un niño /del margen /de esta patria /observa la bandera /verá /una franja blanca /como la leche ausente /sobre una franja roja /como la carne fresca /de la propaganda”. Otro tema central en este diverso abanico de retratos propuesto por el autor es la latencia constante del golpe de Estado, que resuena como un eco a lo largo del libro y particularmente en el segundo capítulo, titulado “La otra cara de La Moneda”: ”Ya no hay eco /del vuelo rasante /descargando muerte /contra el edificio”, dice el poema “Visita a la casa fantasma”. También aparecen con fuerza las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. Como un acto de memoria viva, Olla Común dedica, casi a pequeños sorbos o cucharadas de una olla abierta y en plena ebullición, poemas a algunos ejecutados del periodo. Y lo hace para dar cuenta de que el recuerdo es una forma viva que se opone a la muerte. Así aparecen, por ejemplo, Eduardo Charme, quien encabezó la primera huelga de los detenidos durante la dictadura militar, y fue asesinado a balazos por agentes de la DINA en septiembre de 1976. O Manuel Guerrero y Santiago Nattino, ambos asesinados en marzo de 1985 por agentes del Estado, y conocidos por el Caso Degollados.
No obstante, pese a la violencia de la represión dictatorial descrita por Serrano, creo que en Olla Común —y aquí un elemento que lo distingue de otras publicaciones del periodo— habita una dosis de optimismo o de creencia profunda en el sentido fraternal de las personas. Un amor arraigado, en definitiva, por el bicho humano. Dado que, pese a lo terriblemente adverso del contexto dictatorial, en algunos poemas se desliza una esperanza en los procesos de resistencia comunitaria de los individuos. Lo que configura, desde mi punto de vista, una poética de una conciencia política colectiva extraordinariamente definida, la que concibe al ser humano, y particularmente a las y los chilenos más comunes y sencillos, como sujetos eminentemente gregarios y solidarios: “Para qué /la poesía /si no para juntarnos /Para qué /si no para unir /nuestras miradas /y extender las manos /y aunarlas /compartiendo el pan /y la esperanza //El país son las manos enlazadas”.
Conversamos con Bruno Serrano entre agosto y septiembre de 2020, por teléfono y por correo electrónico. Su voz pausada y su tono me hicieron sentir como en casa, casi como si sus cuerdas vocales me enlazaran. Y me llevaron de vuelta a otra percepción de la realidad, donde no hay tiempo para apresurarse y donde el respeto absoluto al diálogo y a las palabras del otro es también una forma de política y de resistencia comunitaria.
¿Tienes algún recuerdo sobre el contexto de publicación de Olla Común o del proceso de escritura del mismo?
1985 está marcado por el terremoto del 3 de marzo, el secuestro y asesinato de Guerrero, Parada y Nattino, con 10 muertos en la nueva Protesta Nacional el 4 y 5 de septiembre. El libro se publica en la imprenta del padre de una compañera de colegio de mis hijas. Le agradezco el riesgo que asume y el costo casi nulo que me cobra. Solidaridad es la palabra precisa.
¿Podrías referirte al origen de algunos de los poemas que conforman el libro?
ECLIPSE. Agosto 21. «Tras seis días de brutales apremios, el profesor secundario Federico Álvarez Santibáñez es entregado por la CNI al fiscal militar. Pese a las evidentes señales de tortura (Álvarez no se sostiene en pie y tiene una herida sangrante en el cráneo), el magistrado ordena su incomunicación y traslado a la penitenciaría. Posteriormente es enviado a la posta central, donde muere víctima de contusiones múltiples, fractura de cráneo y aspiración de sangre y vómitos (Prensa, 21-22 de agosto de 1979).
LOS CAMPOS VACÍOS. Noviembre 30. «Una comisión conformada por el obispo Enrique Alvear, el vicario de la solidaridad Cristián Precht y otros personeros de la Iglesia, concurren a una mina de cal abandonada en Lonquén, a diez kilómetros de Talagante. Ahí descubren en uno de los hornos numerosos restos humanos conservados por la acción de la cal. La denuncia obliga a la Corte Suprema a nombrar un ministro en visita, correspondiendo al magistrado Adolfo Bañados. La remoción de la tierra devela el entierro de catorce cadáveres correspondientes a campesinos y habitantes de Isla de Maipo, secuestrados en 1973 por Carabineros y asesinados en el mismo lugar donde fueron enterrados» (Prensa, 30 de noviembre de 1978).
AUTORRETRATO DE LA AUSENCIA /IMPOSIBILIDAD DE LA MUERTE/ CARTA. Marzo 28. «Desconocidos detienen al dibujante Santiago Nattino. Al día siguiente un comando secuestra en las puertas del Colegio Latinoamericano al profesor Manuel Guerrero y al sociólogo José Manuel Parada. El día 30 al mediodía pobladores encuentran en el camino a Quilicura los cadáveres de los tres profesionales salvajemente degollados» (Prensa, 28-30 de marzo de 1985).
NEGACIÓN DE LA TIERRA. Mayo 20. «Aquejada por un doloroso cáncer a los huesos e impedida por el régimen militar de regresar a su país, Laura Allende, hermana del asesinado presidente Salvador Allende, puso fin a su vida lanzándose al vacío desde el edificio donde vivía exiliada en La Habana, Cuba…» (Prensa, 20 de mayo de 1981).
Olla Común está dedicado a la memoria de Salvador Allende, de José Martí y de Lautaro, tres mártires que son símbolo de la resistencia cultural, de la unión de los pueblos y del sacrificio que ejerce el poder. ¿De qué manera crees que operan en el libro la resistencia, la unidad y el sacrificio?
El áspero período nos lleva a la “pluma y la espada”. De ahí la poesía como un medio más de resistencia. Siento que escribí para derrocar a la dictadura, aunque parezca ingenuo. Ernesto Cardenal, Roque Dalton, García Lorca, Miguel Hernández, Javier Heraud, todos con la palabra y/o el fusil en ristre. La olla común es una forma humanizada de unión y resistencia colectiva y solidaria: de ahí el título y la confluencia de la diversidad de los aportes, que en definitiva va a la boca o al sentir de los desposeídos.
El libro está constituido por siete secciones o capítulos, cada uno de ellos precedido por un epígrafe. Creo que cuando hablamos por teléfono, un par de semanas atrás, sugeriste la idea de que la estructura del libro hacía referencia a la naturaleza de la olla común, donde hay un principio de recolección de comida que es diverso y plural. ¿Crees que este “principio recolector”, por decirlo de algún modo, habita u opera en Olla Común?
Sí. Me parece apropiado ese “principio recolector” de poesía en distintas zonas de la existencia: hambre, amenaza y conjura, amor/amada/hijos, provincia y origen, convocatorias insurrectas, eclipses y muertes, el nacimiento. Es un intento por vincular el Yo con el Nosotros. Algo así como nomadismo poético.
Disculpa que me desvíe de la atención directa a tu libro. Curiosamente, en el interior del ejemplar de la tercera edición de Olla Común que pude adquirir por Internet, encontré un recorte de un diario, fechado el 20 de agosto de 1989, donde hay una breve columna escrita por ti en la que te refieres a la detención de la poeta Arinda Ojeda en la ciudad de Coronel. El texto se titula: “En Coronel tienen quien escriba…”. ¿Podrías contarnos brevemente quién es Arinda Ojeda y cuál fue tu motivación para dedicarle esas notas en la prensa, en las cuales haces una analogía entre los mineros del carbón y los prisioneros? ¿Y podrías contarnos quiénes eran, en la cultura del carbón de Lota y Coronel, los perreros y los chinchorreros? Ambos personajes aparecen mencionados también en esa nota de prensa.
El año 86 inicié talleres literarios en cárceles donde estaban las PP (Prisioneras Políticas). Ella, militante del MIR, regresó clandestinamente a Chile a luchar contra la dictadura, junto a Soledad Aránguiz, Nancy Solís y sus respectivos compañeros, que fueron asesinados en Concepción. Ellas estaban encarceladas desde 1981. Yo viajaba una o dos veces al mes para realizar el taller literario, que era una manera de aliviar el encierro y abrir puertas a la escritura y la solidaridad.
Los chinchorreros son aquellos que, hundidos en la pobreza, pasan horas metidos en el mar recogiendo el carbón que emerge desde las profundidades. A la larga el frío y las enfermedades los mata. Los perreros son niños que se suben a los camiones en marcha para robar carbón para sobrevivir a la miseria. El fondo de la mina y la cárcel en la superficie tóxica y nublada de Coronel se asimilan.
De Arinda publicamos dos libros de poemas en el sello Ediciones Literatura Alternativa. Y en el Fortín Mapocho me publicaron muchas más columnas como “En Coronel tienen quien escriba”, y otras referidas a temas similares. Por lo anterior me otorgaron, con presencia de Gabriel García Márquez, el Premio por la Defensa y Difusión de los Derechos Humanos en 1990.
Perdona la obviedad, pero estoy pensando en la relación entre fotografía y realidad. El hecho de incluir fotografías en la cubierta y en el interior de un libro de poesía, como ocurre en la tercera edición de Olla Común (Literatura Alternativa, 1988), de alguna manera da cuenta de la intención de vincular la escritura con los hechos. Es como si el registro fotográfico corroborara la veracidad de los acontecimientos descritos mediante el lenguaje verbal. Y como si se sugiriera, también, un trabajo de campo, en el entendido de que el/la fotógrafo/a debe acercarse al espacio físico para obtener los registros de la realidad. En este sentido, me gustaría preguntarte si te sitúas como una suerte de “poeta en terreno”, que escribe sobre los hechos y sobre la realidad situada del país y de los chilenos, pero insertándose en los territorios y las comunidades que describe. Y también me gustaría saber si crees que tu escritura literaria podría ser entendida como otro eslabón más del trabajo social y político que vienes ejerciendo desde hace décadas.
Me gusta esa definición: poeta en terreno. Creo que hay una relación dialéctica entre mi escritura literaria y el trabajo social/político realizado. Trabajé en poblaciones marginales, en las cárceles, con hijos de desaparecidos y ejecutados políticos, con personas indígenas a lo largo y ancho del país. Y también fui director regional del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de la Región de los Ríos.
Un aspecto que me llamó la atención de tu libro es que, pese a lo radicalmente violento e inhumano del contexto dictatorial chileno, a ratos en los poemas se deja ver un sutil optimismo, una creencia en las bases del ser humano. O sea, creo que la poética de Olla Común no es solo una poética de la represión y de la denuncia social, sino también de la solidaridad más profunda de los chilenos, que en situaciones desfavorables se unen para sortear, en comunidad, la adversidad. Tal como sucede con las ollas comunes. ¿Te parece que en tu libro habita alguna dosis de optimismo o de creencia en los procesos comunitarios de resistencia?
Absolutamente. Estoy convencido de aquello. Y esa comunidad se fortalece en la recuperación de la memoria. La poesía aporta su saco de arena para esa empresa: sembrar memoria para que no crezca el olvido. Creo en la poesía como un lenguaje común, que como toda la literatura y la existencia, se mueve en una especie de Rosa de los Vientos: entre el amor y el desamor, entre la vida y la muerte…