El golpe de estado, obviamente, va a provocar un deterioro importante en la salud de Neruda. Hay un testimonio de Charo Jofré y Hugo Arévalo, en el documental “El apasionado”, de Canal 13. Van a acompañar a Neruda en Isla Negra el 18 de septiembre. Según ellos, el poeta está bien, de buen ánimo pese a todo. Sin embargo, esto cambia con la transmisión televisiva del Te Deum desde la iglesia de la Gratitud Nacional, donde participa la Junta Militar y los ex presidentes de la República: Alessandri, Frei Montalva y González Videla. Relatan que el ánimo de Neruda se fue al suelo al ver a González Videla en la pantalla. De hecho el mismo día 19 es llevado a la Clínica Santa María en Santiago.
Matilde Urrutia, a su vez, dice:
Se acercaba el 18 de septiembre, fecha que patrióticamente festejábamos con los amigos. Este 18 sería triste; de todas maneras, llegaron algunos amigos. Las noticias que traían de Santiago eran alarmantes; nuestros amigos estaban escondidos o presos y muchos muertos. Yo me daba cuenta de que Pablo recibía todas estas noticias como si fueran puñales que se adentraban en su carne.
En la tarde del 18 de septiembre estaba en un estado febril; todo el día había tratado de comunicarme con el médico para preguntarle qué podía hacer. Después de muchas tentativas, lo encontré en su casa de Santiago; me prometió mandar al día siguiente una ambulancia para trasladar a Pablo a la Clínica Santa María, en Santiago.
Uno de los testimonios más importantes en relación a los últimos días de vida de Neruda, lo da el embajador de México en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá, quien en su libro Instantes de decisión, se refiere a la invitación que el presidente de México hiciera a Neruda para que viajara a ese país:
Cuando lo conocí, Neruda ya estaba enfermo y, desde mi punto de vista, su muerte tuvo dos raíces: una, su estado físico, que en 1972 lo obligó a dejar la embajada de Chile en Francia para regresar a su tierra natal; la otra, su salud emocional, que fue disminuyendo con los acontecimientos que se vivían en Chile y que afectaban prácticamente a todos sus habitantes, más aún a alguien tan sensible y emotivo como Pablo Neruda.
Ya ocurrido el golpe de Estado y cuando regresé a México el 15 de septiembre, recibí, como lo he dicho, la instrucción del presidente de la República para traer al poeta a México.
El embajador Raúl Valdés y yo llegamos a Pudahuel a las 7 de la tarde del lunes 17 de septiembre. Dormimos a bordo del avión, ya que era demasiado arriesgado intentar trasladarse a Santiago a esa hora, a partir de la cual regía el toque de queda. Por todas partes había retenes militares, disparos, francotiradores que resistían al golpe, en fin…
A las 7 de la mañana di instrucciones al licenciado Pascual Martínez Duarte, agregado cultural de la embajada, para que de inmediato se trasladara a Isla Negra y me concertara una cita con Neruda a fin de comunicarle el ofrecimiento de hospitalidad y protección del presidente de México.
Sin embargo, el poeta estaba ya internado en esos momentos en la clínica Santa María, en Santiago, donde se le trataba médicamente ya que su estado de salud se había agravado. Fui a verlo y me encontré en cama a ese hombre grande y bueno, acompañado por su esposa Matilde, quien simpatizaba mucho con la idea que les propuse, porque ambos habían vivido algún tiempo en México.
La primera reacción de Neruda, sin embargo, fue no aceptar porque quería permanecer en su patria. Matilde y yo procuramos explicarle, con responsabilidad y detalle, lo que estaba ocurriendo en el país y cómo había sido recibida la noticia del golpe de Estado en el resto del mundo. Entonces dijo que aceptaría la invitación del gobierno de México en calidad de huésped, mas nunca de asilado. Hice de inmediato los trámites ante la cancillería de la Junta Militar y se me otorgó el visado en su pasaporte con la calidad migratoria que él deseaba. Su decisión se debía más que nada a razones emocionales y sentimentales, que yo entendí y respeté sin oposición alguna.
Al transmitir esta información al secretario de Relaciones Exteriores y al presidente de la República, expliqué que requería de un avión más grande para poder trasladar a Pablo Neruda con la comodidad y los cuidados que su condición requerían, así como para llevar a México la colección de pintura Carrillo Gil: 272 cuadros muy importantes de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, que habían estado colgados de los muros del Palacio de Bellas Artes como parte de una exposición de pintura, libros y artesanías que se debía haber inaugurado al inicio de la Semana de México, una serie de eventos que concluiría con la celebración del Grito de la Independencia el 15 de septiembre.
Esta exposición debió inaugurarla Salvador Allende. La presentación de la obra plástica la hizo el propio Neruda –fue lo último que escribió…
Las cajas que contenían las pinturas eran de dimensiones demasiado grandes para las compuertas de carga de los DC 9 –tipo de avión en el que habíamos realizado el primer vuelo desde Santiago, y también este último viaje de regreso. Por esta razón estaba yo pidiendo una aeronave más grande, ya que además de las pinturas, habría que llevar a Neruda con los sueros que se le aplicaban, médico y enfermera, y las demás comodidades especiales que su situación exigía.
El avión DC 8 que se mandó a Pudahuel para estos fines, tuvo que sacarse de una ruta internacional de la línea aérea mexicana de propiedad pública en ese entonces, Aeroméxico, razón por la que se me hizo la recomendación especial de no retenerlo demasiado tiempo en Santiago.
Pablo Neruda, Matilde y yo habíamos convenido que saldríamos el sábado 22 hacia México. El viernes me entregaron sus maletas, el abrigo y el sombrero del poeta, y los originales manuscritos de sus memorias, tituladas Confieso que he vivido. Iba también un sobre cerrado con una carta en su interior que decía, de su puño y letra y con su tinta verde: “Para entregar a Pablo Neruda en México”.
Cuando llegué aquel sábado por la mañana a la clínica a fin de trasladarlo al aeropuerto, y ya preparado el poeta para viajar en las condiciones que exigía su delicado estado de salud, me dijo escuetamente:
- Embajador, no quiero irme hoy.
Apenas repuesto de la sorpresa, le pregunté, tan afectuosamente como pude, teniendo en mente las pinturas, que ya estaban cargadas en el avión, a los asilados que nos acompañarían y al DC 8 y su ruta internacional:
- ¿Cuándo quiere que nos vayamos, don Pablo?
Me respondió:
- Dígale al presidente que nos vamos el lunes; quiero estar aquí mañana.
No era imaginable siquiera que hubiera podido tener una discusión en esos momentos con Pablo Neruda, dadas sus circunstancias. Acepté inmediatamente y le di la explicación sobre el asunto al presidente, solicitándole que el avión permaneciera en Pudahuel hasta el lunes 24, lo que me fue autorizado de inmediato y sin ningún regateo.
Expliqué a Matilde que yo tenía cosas que hacer en Santiago, mismas que quizá me impedirían volver al hospital el sábado y el domingo, pero que el lunes por la mañana estaría puntualmente ahí para salir a México…
El domingo 23 por la noche entró una llamada de larga distancia al teléfono de la residencia, que se había triangulado por la ciudad argentina de Mendoza. Era Pepe Gallástegui, subsecretario de Relaciones Exteriores. Ambos teníamos que gritar para poder escucharnos. Al segundo o tercer intento entendí, por fin, sorprendido e incrédulo, el mensaje de Pepe: “En México corre el rumor de que Neruda ha muerto”.
Me dispuse de inmediato a salir hacia la Clínica Santa María, sin que fuera, como he dicho, ni seguro ni grato transitar en la noche por las calles de Santiago, aun teniendo salvoconducto como era mi caso. Tuve el inmenso dolor de comprobar que efectivamente era cierto lo que Gallástegui me había dicho: Pablo Neruda había muerto…
Matilde Urrutia viaja a Valparaíso en los días posteriores al golpe militar. Es la última vez que pisará La Sebastiana. En su libro Mi vida junto a Pablo Neruda, se refiere a esta última visita a la casa:
Al día siguiente, muy temprano, sonó mi teléfono. Era de Valparaíso. “Tienes que venir –me dicen mis amigos–, han abierto tu casa por la puerta que da a la terraza y están sacando todo lo que quieren. Por lo menos, ven a cerrarla, tú eres la única que puede hacerlo”.
Voy llegando a nuestro cerro de Valparaíso y desde lejos veo nuestra casa. Se levanta ligera y graciosa. Pablo la había hecho pintar de colores claros y alegres. Al verla, siento que he olvidado este viaje tan accidentado. La vista de Valparaíso resplandece. Antes de entrar a mi casa, voy a hablar con mis amigos que viven en la planta baja. Todo parecía otro mundo. Mi amigo estaba solo, con su hijo preso, no sabía dónde; su hija mayor perseguida y la menor, que tenía catorce años, detenida en el colegio…
Subí a la casa. No cabían dudas de que Pablo había sido señalado por estas hordas de bandidos para destruir todo lo que, sabían, él quería mucho. Lo que no pudieron llevarse, lo destruyeron. Al llegar, lo primero que vi fue la puerta del living. Estaba hecha pedazos. Adentro, el desorden era indescriptible. Fui al dormitorio. Pablo había comprado una hermosa puerta, como un vitral de colores; estaba destrozada. Era demasiado hermosa, no podía librarse de la destrucción de esos bárbaros. ¿Por qué destrozaron las puertas, si no estaban con llave?
Aquí estoy, parada, mirando todo este horror. No salgo de mi asombro. Pienso que, como un curioso destino, me ha tocado ver destruidas las casas que más he amado. ¡Es fea la muerte de las casas!
La casa quedó en un estado deplorable, y no sería abierta sino hasta mucho tiempo después, cuando la Fundación Pablo Neruda ya está constituida y realiza las gestiones para la compra de la propiedad completa al matrimonio Velasco Martner.
Varios de los amigos porteños de Neruda fueron tomados prisioneros tras el Golpe militar: Sergio Vuskovic, alcalde de Valparaíso, estuvo detenido y fue torturado en la Esmeralda. Luego fue llevado a la isla Dawson, donde permaneció ocho meses. Después de tres años de detención, incluyendo los campos de prisioneros de Puchuncaví y Ritoque, salió al exilio. Rolando Rojas, amigo y fotógrafo del poeta, es detenido en Valparaíso. En 1976, salió al exilio en Venezuela. Francisco Velasco, quien compartió con Neruda la propiedad de La Sebastiana, fue tomado prisionero y llevado al vapor Lebu.
Dos testimonios del doctor Francisco Velasco, en relación a la muerte de Neruda, son tremendamente significativos por sus alcances emotivos y por el contexto social y político que se vivía en Chile en aquel momento. El primero tiene que ver con la muerte del poeta:
Estaba con los ojos vendados, en completa oscuridad; muy amortiguado llegaba a mis oídos el sonido del oleaje golpeando los costados de la nave. De pronto, frente a mí, una voz: ¿Quiénes son tus amigos más cercanos, tu amigo más íntimo? “Pablo Neruda”, contesté casi en forma instantánea. A mi izquierda, hacia atrás y un poco más distante, otra voz entre estentórea y jubilosa: “Ah, a ese gordo huevón lo mataron los extremistas”.
Así supe la muerte de mi amigo de todos los días, desde hacía más de veinte años.
¡Cuántos momentos desfilaron por mi memoria! ¡Cuántos recuerdos alegres y felices! Un extraño sentimiento de pena, impotencia y angustia me embargó, y decidí contar algún día lo que fue Neruda como amigo.
El texto anterior es el prólogo del libro Neruda, el gran amigo, y está fechado el 30 de septiembre de 1973, a bordo del buque Lebu, donde el doctor Velasco se encontraba detenido.
El otro texto es parte del epílogo del mismo libro, y resulta algo más esperanzador:
Al poco tiempo después de su muerte, una mañana, al llegar a La Sebastiana, encuentro un gran alboroto en el barrio. Todo el vecindario miraba hacia la torre y la casa de Pablo. Se me acerca corriendo, y muy excitado, el muchacho que nos ayudaba en casa.
¡Doctor! ¡Doctor! Algo raro pasa en la casa de don Pablo, parece que hay alguien adentro. Subimos cautelosos, y al entrar al living, vimos un águila de gran tamaño, con una mirada feroz y las garras listas para atacar. ¿Cómo había llegado? ¿Por dónde entró estando todo cerrado? ¿Alguna ventana habría quedado abierta? Abrimos un ventanal y logramos que saliera, remontó el vuelo y se perdió en la altura. Me vino inmediatamente a la memoria aquella vez que Pablo confidenció que, si hubiera otra vida, le hubiese gustado ser un águila. Conté el suceso a Matilde y a Teruca Hamel. Era Pablo, contestaron las dos al mismo tiempo, estamos seguras.
Neruda pensaba publicar en julio de 1974, al cumplir 70 años, una serie de libros de poesía, más un volumen de memorias. Se trata de los libros 2000, Elegía, El corazón amarillo, Jardín de invierno, Libro de las preguntas, Defectos escogidos y El mar y las campanas. Además, pensaba reeditar en Chile el libro La rosa separada, que había sido publicado en Francia durante 1972.
Sin embargo, el poeta fallece el 23 de septiembre de 1973, sin alcanzar a publicar estos libros como tenía planificado. Algunos de los libros ya estaban terminados, pero otros estaban aún en plena etapa de escritura. Neruda había establecido un orden de publicación de estos libros. Dice al respecto Hernán Loyola:
Desde la perspectiva de una producción póstuma, El mar y las campanas me parece el libro más indicado no sólo para cerrar la serie de los ocho libros, sino también –por su extraordinaria calidad de conjunto– para cerrar dignamente la entera obra canónica de Pablo Neruda. Además, la falta de títulos para muchos de los poemas de la compilación –títulos ausentes que Matilde suplió con los primeros versos entre corchetes– sugería que esos poemas fueron objetivamente los últimos que Neruda escribió y que por ello no alcanzó a titularlos.
En 1974, se publica el libro 2000. Contiene nueve poemas de un hablante que se sitúa metafóricamente en el año 2000, y desde allí contempla y enjuicia los dos mil años de historia que abarca esta cifra simbólica. En el poema “Los otros hombres”, dice:
Edad más floreciente ni Florencia
conoció, más florida que Florida,
más Paraíso que Valparaíso… (fragmento)
En 1974, aparece el libro El corazón amarillo. El libro consta de 21 poemas, escritos principalmente en versos de nueve sílabas (eneasílabos) sin rima. El libro tiene una evidente semejanza a Estravagario, por el dominio del eneasílabo y un cierto tono sarcástico.
El profesor Hernán Loyola plantea una tesis muy interesante al respecto, pues según él, el aire “estravagárico” sería intencional, y correspondería a la intención del poeta de lograr la reconciliación con Matilde en Francia. Para esto, trataría de reponer el clima y el aspecto de Estravagario, el libro que Matilde consideraba más suyo, el que ella y Neruda habían escrito juntos de verdad, entre risas y caricias, durante el largo viaje a Oriente de 1957. En el poema “Desastres”, dice:
Me tuve que mudar a Talca
donde habían crecido tanto
los ríos tranquilos de Maule
que me dormí en una embarcación
y me fui a Valparaíso.
En Valparaíso caían
alrededor de mí las casas
y desayuné en los escombros
de mi perdida biblioteca
entre un Baudelaire sobrevivo
y un Cervantes desmantelado. (fragmento)
Los últimos encuentros entre la obra de Neruda y el puerto de Valparaíso ocurren en el libro póstumo El mar y las campanas:
El puerto puerto de Valparaíso
mal vestido de tierra
me ha contado: no sabe navegar:
soporta la embestida,
vendaval, terremoto,
ola marina,
todas las fuerzas le pegan
en sus narices rotas.
Valparaíso, perro pobre
ladrando por los cerros,
le pegan los pies
de la tierra
y las manos del mar.
Puerto puerto que no puede salir
a su destino abierto en la distancia
y aúlla
solo
como un tren de invierno
hacia la soledad,
hacia el mar implacable.
Rama
Una rama de aromo, de mimosa,
fragante sol del entumido invierno,
compré en la feria de Valparaíso
y seguí con aromo y con aroma
hasta Isla Negra… (fragmento)