Hace más de treinta años me tocó llegar a Saigón en un automóvil –limousine negra– de suprema elegancia, acharolada como un ataúd. Me conducía un impecable chofer francés ataviado de importante uniforme. Ya en el centro de la ciudad, le pregunté:
–Cuál es el mejor hotel de la ciudad?
–El Grand Hotel –me contestó.
–Y cuál es el peor? –continué interrogándolo. Me miró sorprendido.
–Uno que conozco en el barrio chino –me dijo–. Con todas las incomodidades.
–Lléveme a ése –le respondí.
De mal talante cambió de rumbo hacia la ciudad china y allí, frente a una puerta, dejó caer mi polvorienta valija. La largó de arriba abajo, demostrándome su desdén. Me había tomado, equivocadamente, por un caballero.
No obstante, la habitación, aunque destartalada, era espaciosa y agradable. Había una cama cubierta con un mosquitero, un velador. Al otro extremo se hallaba una tarima de madera con una almohada de porcelana.
–Para qué es eso? –pregunté al camarero chino.
–Para fumar opio –me respondió–. Te traigo una pipa?
–Por ahora no –le contesté, para darle alguna esperanza de aumentar su clientela.
Estaba, pues, en el corazón de la chinería. Las ciudades de Oriente, desde Calcuta a Singapur, desde Penang a Batavia, eran vagos y oficiales establecimientos europeos de los colonizadores, circundados por inmensas barriadas chinas, bancarias, artesanales, multitudinarias.
Es un principio sagrado para mí, en cada nueva ciudad que piso, entregarme a las calles, a los mercados, a los vericuetos soleados o sombríos, al esplendor de la vida. Pero aquella vez, demasiado fatigado, me tendí bajo la gasa del mosquitero protector y me quedé dormido.
El viaje había sido duro en un pobre autobús tambaleante que había sacudido mis huesos a través de la península indochina. Por fin el carromato no quiso continuar, se paralizó en medio de la selva y allí, sin dormir, en la oscuridad extraña, me recogió un automóvil que pasaba. Tocó que se trataba del mismísimo coche del gobernador francés. Así se explica mi llegada a Saigón en gloria y majestad.
En aquella cama china yo dormí infinitamente, perdido en los sueños, asomándome por sus ventanas a los ríos del sur, a la lluvia de Boroa, a mis escasas obsesiones. De pronto me despertó un cañonazo. Un olor a pólvora se coló por el mosquitero. Sonó otro cañonazo, y otro más, diez mil detonaciones. Cornetas, campanillas, bocinas, campanadas, charangas, aullidos. Una revolución? El fin del mundo?
Era algo mucho más simple: era el Año Nuevo chino.
Toneladas de pólvora ensordecían y cegaban. Salí a la calle. Los fuegos de artificio, los cohetes y las bengalas derramaban estrellas azules, amarillas, amarantas. Lo que me asombró fue una torre desde la que caían cascadas de fuego policolor, hasta que, despejándose, se divisó en la altura un acróbata bailando rodeado por el fuego esférico de una jaula encendida. El acróbata se contorsionaba danzando en el chisporroteo a treinta y cinco metros de altura.
Años más tarde me tocó andar peligrosamente en la noche de Año Nuevo por las calles de Nápoles. De cada ventana, de cada una de las ventanas de cada casa napolitana, brotaban los fuegos artificiales, las bengalas y los cohetes. Qué competencia sin igual en la locura fosfórica! Lo grave para mí, transeúnte perdido en aquellas calles, fue que después de reconstituido el silencio y apagados los estallidos de la luz, comenzaron a caer a mi alrededor toda clase de objetos indescriptibles. Mesas cojas, librotes y botellas, desvencijados sofás, marcos desdorados con fotografías bigotarias, cacerolas agujereadas. Los napolitanos tiran por el balcón sus pobrezas del año. Se desprenden con alegría de los trastos inútiles y asumen en cada resurrección del tiempo el deber de la limpieza sin concesiones.
Pero para vivir la Noche del Año Nuevo, lo mejor es Valparaíso. El espectáculo es luminoso y naval. Entre los navíos empavesados a fuego limpio, la pequeña Esmeralda es el velero alhaja: sus palos son cruces de diamante y quedan bien en el cuello celeste de la noche festival. Todos los barcos nos dan esa noche no sólo la exaltación del fuego, sino unas voces recónditas: todas las bocinas de Neptuno, reservadas para los peligros del océano, en esa noche se disponen a roncar con alegría.
Sin embargo, la maravilla son los cerros, que apagan y encienden el circundante alumbrado, dando una réplica de luz y sombra al entusiasmo de la iluminación marina. Conmueve ver esta pulsación de los cerros que contestan con todos sus ojos el saludo de los navíos.
El abrazo del Año Nuevo en Valparaíso permanecerá inolvidable. También allí, de alguna manera, quemamos nuestras pobrezas y a golpes de luz y fuego esperamos limpiamente los días venideros.
Revista Ercilla, N° 1804, 14 de enero de 1970.