Noviembre 24, 2024

Discurso del Estadio Nacional – Pablo Neruda

Discurso del Estadio Nacional

 

Queridos compatriotas:

Comenzaré por hablarles de mis últimos viajes.

Europa es una construcción contradictoria y su cultura aparece vencedora del tiempo y de la guerra. Francia entre todas las naciones me acogió con su eterna lección de razón y belleza. Tuve, es claro, una emoción que humedeció mis ojos cuando el soberano de Suecia, el sabio rey que ha cumplido 90 años, me entregó un saludo de oro, una medalla destinada a ustedes, todos los chilenos. Porque mi poesía es propiedad de mi patria.

Pero a pesar del prolongado viaje, aquí, entre la multitud de los chilenos quiero declarar mi confesión que es a la vez mi confusión.

Con la ayuda de ustedes quiero descifrar mi propia confusión. Aquí se supone que están ustedes recibiéndome o recepcionándome o acogiéndome. Y bien, muchas gracias, muchas veces muchas gracias. Pero lo que pasa es que me parece que nunca salí de aquí, que nunca estuve fuera, que nunca me ha pasado nada en ninguna parte, sino aquí, en esta tierra. Mis alegrías y mis dolores vienen de aquí o aquí se quedaron. O bien, el viento de la patria, el vino de la patria, la lucha y sueño de la patria, llegaron hasta mi sitio de trabajo en París y allí me envolvieron de noche y día, más bellos que las catedrales, más altos que la Tour Eiffel, más abundantes que las aguas del Sena. En dos palabras, aquí me tienen de regreso sin haber salido nunca de Chile.

Hay de todo en este mundo. Hay gente para quedarse y para irse. Hay algunos que se van porque tienen un amor allá lejos, o porque les gusta una calle, una biblioteca, un laboratorio, en algún otro punto de la tierra. Yo no los desapruebo. Hay otros que sintieron en peligro sus bolsillos, creyeron en un terremoto para sus cuentas bancarias, y se largaron. Yo no los desapruebo. No nos hacen mucha falta.

Pero, por una razón o por otra, yo soy un triste desterrado. De alguna manera o de otra yo viajo con nuestro territorio y siguen viviendo conmigo, allá lejos, las esencias longitudinales de mi patria.

Nací en el centro de Chile, me crié en La Frontera, comencé mi juventud en Santiago, me conquistó Valparaíso… (fragmento)

 

Pablo Neruda, Obras completas, Círculo de Lectores & Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1999 – 2002, Tomo V, págs. 367 a 377. Discurso pronunciado en noviembre de 1972, en el Estadio Nacional durante el homenaje popular al poeta que regresaba a Chile desde París, por primera vez después de recibir el Premio Nobel de Literatura, y tras dejar su cargo de embajador en Francia.

 

 

 

Tiempo de cosmonautas

   

 

Moscú de nuevo. El 7 de noviembre en la mañana presencié el desfile del pueblo, de sus deportistas, de la luminosa juventud soviética. Marchaban firmes y seguros sobre la Plaza Roja. Los contemplaban los agudos ojos de un hombre muerto hace ya muchos años, fundador de esta seguridad, de esta alegría y de esta fuerza: Vladímir Ilich Uliánov, inmortalmente conocido como Lenin.

Esta vez desfilaron pocas armas. Pero, por primera vez, se vieron los enormes proyectiles intercontinentales. Casi pudiera haber tocado con la mano aquellos inmensos cigarros puros, de apariencia bonachona, capaces de llevar la destrucción atómica a cualquier punto del planeta.

Aquel día condecoraban a los dos rusos que volvían del cielo. Yo me sentía muy cerca de sus alas. El oficio de poeta es, en gran parte, pajarear. Precisamente por las calles de Moscú, por las costas del mar Negro, entre los montañosos desfiladeros del Cáucaso soviético, me vino la tentación de escribir un libro sobre los pájaros de Chile. El poeta de Temuco estaba conscientemente dedicado a pajarear, a escribir sobre los pájaros de su tierra tan lejana, sobre chincoles y chercanas, tencas y diucas, cóndores y queltehues, en tanto dos pájaros humanos, dos cosmonautas soviéticos, se alzaban en el espacio y pasmaban de admiración al mundo entero. Todos contuvimos la respiración sintiendo sobre nuestras cabezas, mirando con nuestros ojos el doble vuelo cósmico.

Aquel día los condecoraban. Junto a ellos, completamente terrestres, estaban sus familiares, su origen, su raíz de pueblo. Los viejos llevaban inmensos bigotes campesinos; las viejas cubrían sus cabezas con el pañolón típico de las aldeas y campiñas. Los cosmonautas eran como nosotros, almas del campo, de la aldea, de la fábrica, de la oficina. En la Plaza Roja los recibió Nikita Jruschov, en nombre de la nación soviética. Después los vimos en la sala San Jorge. Me presentaron a Guerman Titov, el astronauta número dos, un chico simpático, de grandes ojos luminosos. Le pregunté de sopetón:

–Dígame, comandante, cuando navegaba por el cosmos y miraba hacia nuestro planeta, ¿se divisaba claramente Chile?

Era como decirle: “Usted comprende, que lo importante de su viaje era ver a Chilito desde arriba”.

No sonrió como lo esperaba, sino que reflexionó algunos instantes y luego me dijo:

–Recuerdo unas cordilleras amarillas por Sudamérica. Se notaba que eran muy altas. Tal vez sería Chile.

Claro que era Chile, camarada.

Justo a los 40 años cumplidos por la revolución socialista, dejé Moscú, en el tren hacia Finlandia. Mientras atravesaba la ciudad, rumbo a la estación, grandes haces de cohetes luminosos, fosfóricos, azules, rojos, violetas, verdes, amarillos, naranjas, subían muy alto como descargas de alegría, como señales de comunicación y amistad que partían hacia todos los pueblos desde la noche victoriosa.

En Finlandia compré un diente de narval y seguimos viaje. En Gotemburgo tomamos el barco que nos devolvería a América. También América y mi patria marchan con la vida y con el tiempo. Resulta que cuando pasamos por Venezuela, en dirección a Valparaíso, el tirano Pérez Jiménez, bebé favorito del Departamento de Estado, bastardo de Trujillo y de Somoza, mandó tantos soldados como para una guerra con la misión de impedirnos descender del barco a mí y a mi compañera. Pero cuando llegué a Valparaíso, ya la libertad había expulsado al déspota venezolano, ya el majestuoso sátrapa había corrido a Miami como conejo sonámbulo. Rápido anda el mundo desde el vuelo del Sputnik. ¿Quién me iba a decir que la primera persona que tocó a la puerta de mi camarote en Valparaíso, para darnos la bienvenida, iba a ser el novelista Simonov, a quien dejé bañándose en el mar Negro?

 

Pablo Neruda, Obras completas, Círculo de Lectores & Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1999 – 2002, Tomo V, págs. 676 a 678.

 

 

 

Poesía y policía

Una vez en Isla Negra nos dijo la muchacha: “Señora, don Pablo, estoy encinta”. Luego tuvo un niño. Nunca supimos quién era el padre. A ella no le importaba. Lo que sí le importaba era que Matilde y yo fuéramos padrinos de la criatura. Pero no se pudo. No pudimos. La iglesia más cercana está en El Tabo, un pueblecito sonriente donde le ponemos bencina a la camioneta. El cura se erizó como un puerco espín. “Un padrino comunista? Jamás. Neruda no entrará por esa puerta ni aunque lleve en sus brazos a tu niño”. La muchacha volvió a sus escobas en la casa, cabizbaja. No comprendía.

En otra ocasión vi sufrir a don Asterio. Es un viejo relojero. Ya tiene muchos años; es el mejor cronometrista de Valparaíso. Compone todos los cronómetros de la Armada. Su mujer se moría. Su vieja compañera. Cincuenta años de matrimonio. Pensé que debía escribir algo sobre él. Algo que lo consolara un poco en tan grande aflicción. Que pudiera leerlo a su esposa agonizante. Así lo pensé. No sé si tenía razón. Escribí el poema. Puse en él mi admiración y mi emoción por el artesano y su artesanía. Por aquella vida tan pura entre todos los tic-tacs de los viejos relojes. Sarita Vial lo llevó al periódico. Se llama La Unión este periódico. Lo dirigía un señor Pascal. El señor Pascal es sacerdote. No quiso publicarlo. No se publicaría el poema. Neruda, su autor, es un comunista excomulgado. No quiso. Se murió la señora. La vieja compañera de don Asterio. El sacerdote no publicó el poema.

Yo quiero vivir en un mundo sin excomulgados. No excomulgaré a nadie. No le diría mañana a ese sacerdote: “No puede usted bautizar a nadie porque es anticomunista”. No le diría al otro: “No publicaré su poema, su creación, porque usted es anticomunista”. Quiero vivir en un mundo en que los seres sean solamente humanos, sin más títulos que ése, sin darse en la cabeza con una regla, con una palabra, con una etiqueta. Quiero que se pueda entrar a todas las iglesias, a todas las imprentas. Quiero que no esperen a nadie nunca más a la puerta de la alcaldía para detenerlo y expulsarlo. Quiero que todos entren y salgan del Palacio Municipal, sonrientes. No quiero que nadie escape en góndola, que nadie sea perseguido en motocicleta. Quiero que la gran mayoría, la única mayoría, todos, puedan hablar, leer, escuchar, florecer. No entendí nunca la lucha sino para que ésta termine. No entendí nunca el juntos, el rigor, sino para que el rigor no exista. He tomado un camino porque creo que ese camino nos lleva a todos a esa amabilidad duradera. Lucho por esa bondad ubicua, extensa, inexhaustible. De tantos encuentros entre mi poesía y la policía, de todos estos episodios y de otros que no contaré por repetidos, y de otros que a mí no me pasaron, sino a muchos que ya no podrán contarlo, me queda sin embargo una fe absoluta en el destino humano, una convicción cada vez más consciente de que nos acercamos a una gran ternura. Escribo conociendo que sobre nuestras cabezas, sobre todas las cabezas, existe el peligro de la bomba, de la catástrofe nuclear que no dejaría nadie ni nada sobre la tierra. Pues bien, esto no altera mi esperanza. En este minuto crítico, en este parpadeo de agonía, sabemos que entrará la luz definitiva por los ojos entreabiertos. Nos entenderemos todos. Progresaremos juntos. Y esta esperanza es irrevocable.

 

Pablo Neruda, Obras completas, Círculo de Lectores & Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1999 – 2002, Tomo V, págs. 649 y 65

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