ISLA NEGRA
Antigua noche y sal desordenada
golpean las paredes de mi casa:
sola es la sombra, el cielo
es ahora un latido del océano,
y cielo y sombra estallan
con fragor de combate desmedido:
toda la noche luchan
y nadie sabe el nombre
de la cruel claridad que se irá abriendo
como una torpe fruta:
así nace en la cosca,
de la furiosa sombra, el alba dura,
mordida por la sal en movimiento,
barrida por el peso de la noche,
ensangrentada en su cráter marino.
(La noche en Isla Negra,
de “Plenos Poderes”, Pablo Neruda)
En el año 1939, Pablo Neruda buscaba algún refugio para escribir el proyecto de Canto general, pues necesitaba de una especial concentración. Un lugar cerca del mar podía ser perfecto y un sencillo aviso de diario alertó al poeta y a su mujer de esos años Delia del Carril.
“La costa salvaje de Isla Negra, con el tumultuoso movimiento oceánico, me permitía entregarme con pasión a la empresa de mi nuevo canto”, escribió Neruda en sus memorias.
Se ofrecía un terreno y una pequeña casa en la costa del Pacífico, a algo más de cien kilómetros de Santiago, cercano al puerto de San Antonio, llamado Las Gaviotas. Este sector costero era, en esos años, una caleta de pescadores, un pequeño poblado casi desierto, sin comodidades y muchas dificultades con sus caminos de acceso. Se trataba de un terreno de más de cinco mil metros, con una casa mínima que tenía el esplendor de una vista al mar inigualable, olas enormes que se elevan hasta hacerse transparentes, reventando contra las rocas con furia tremenda, deshaciéndose en espuma sobre una arena gruesa brillante, llena de ágatas. Y el olor, un fuerte olor a sal y yodo, proveniente del mar y de algas y cochayuyos que rodeaban las enormes rocas. El lugar, Las Gaviotas, lo rebautizó Neruda con el nombre de Isla Negra, que es como se conoce hasta el día de hoy.
Isla Negra no es isla. Lo de “negra” podría deberse al color de sus roqueríos. Pero, ¿de dónde sale la “isla”? En una carta que le envía al escritor argentino Héctor Eandi, desde Java, el 5 de septiembre de 1931, durante su estancia en Oriente, Neruda le dice que está tendido en la arena mirando la “isla negra de Sumatra”. Tal vez el recuerdo de aquella isla lo llevó a bautizar el balneario con este nombre.
Para construir sus casas, Neruda siempre buscó sitios que se relacionarán con escenarios naturales. En Isla Negra es la presencia del mar. El poeta escribió: “El océano Pacífico se salía del mapa. No había dónde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana”.
Sin duda ese era el atractivo del lugar que compraron y que con los años fue creciendo hasta multiplicar muchas veces su superficie, de iniciales setenta metros.
La primera ampliación se inicia en el año 1943 y se termina en 1945. En este proyecto cuenta con la ayuda del arquitecto español Germán Rodríguez Arias, quien fue su colaborador en la construcción de sus otras casas.
La construcción de la casa de Isla Negra no fue fácil. Como no había puentes, se cruzaba el estero en carreta de bueyes y en toda la zona no había elementos ni tecnología adecuados.
En efecto, la primera intervención importante, fue la torre sin techo, con reminiscencias de la arquitectura europea mediterránea, y que el poeta después techó para dejarla como las de las casas del Temuco de su infancia.
Luego, el arquitecto y amigo de Neruda, Sergio Soza proyectó nuevas ampliaciones a partir de 1965: los arcos que unen los cuerpos de la casa, los recintos que albergan la sala del caballo y la Covacha. Éste era un espacio en el que el poeta se recluía a escribir.
Hoy es una casa de más de quinientos metros cuadrados. Pero hay que advertir que los afanes de constructor de Neruda no se rigen por presupuestos abultados ni por un sentido lógico de la construcción, son más bien ideas, imágenes nacidas del deseo de tener una habitación más, de aprovechar una luz y una vista, y hasta de tener objetos –puertas, ventanas– que necesitan un soporte.
Uno de los ejemplos más claros, fue la adquisición de un enorme caballo de madera y papel maché, que era el símbolo de una ferretería incendiada en Temuco, y para él se construyó una pieza. En sus proyectos Neruda estaba más atento a los resultados y a los efectos que provocaba, que a planos y convenciones.
“En mi casa he tenido juguetes pequeños y grandes, sin los cuales no podría vivir. He edificado mi casa también como un juguete y juego en ella de la mañana a la noche”, dijo Pablo Neruda.
Nuevas construcciones rematan en la casa que conocemos hoy, una larga y angosta franja de piedra y madera a la manera de un tren, dos alas unidas entre sí por una arcada de piedra. Una última sala destinada a la colección de caracolas, se había proyectado el año 1973, pero los acontecimientos políticos hicieron posible que sólo se completara en 1992 y luego se reacondicionara en el año 2014.
La visita a la casa de Isla Negra es una experiencia extraordinaria, y los diversos sentimientos que provoca van quedando guardados en varios tomos de libros de tapas gruesas donde visitantes ilustres y comunes anotan con palabras emocionadas sus impresiones. “Confieso que he venido” anotó el Premio Nobel Gabriel García Márquez, en ingeniosa alusión a las memorias del poeta Confieso que he vivido. Y así, extranjeros, nacionales, estudiantes, artistas, escritores, Jefes de Estado, ministros y congresales de todo el mundo, realizan esta especie de peregrinación.
Trasponiendo la entrada, se inicia la visita en el salón de grandes proporciones y altura, con una magnífica vista al mar, donde toman preponderancia algunos de los famosos mascarones de proa, las dos Medusas, el gran Jefe Comanche, la Micaela –la última adquirida por el poeta–, la María Celeste y La Marinera de la Rosa, también dos tallas de madera de ángeles con trompetas, y una cantidad de objetos que entregan esa primera impresión de una casa armada como un escenario potente. Luego, el comedor, donde nuevamente los mascarones de proa –Jenny Lind y Morgan– miran desde la altura, y la mesa parece esperar a los habitantes de la casa con unos copones de color rojo e individuales ingleses. Se aprecian una cabeza de ángel y una virgen de Rapa Nui, ambas figuras talladas en madera.
Más de tres mil quinientos objetos están inventariados e instalados sin posible dispersión, en los distintos espacios de la casa. Una colección de máscaras de las más diversas formas y procedencias, una enorme cantidad de botellas transparentes, representando manos con puñales, botas, veleros colocados dentro de esos envases de vidrio, grandes tinajas de vidrios de colores, muchos diablillos de cerámica provenientes de México, fotografías de los admirados del poeta, Whitmann, Rimbaud, unos espléndidos planisferios pintados en vidrio, cajas de insectos extraños y mariposas coloridas y multiformes, alfarería de Latinoamérica, animales, figuras, tallas de Rapa Nui, relojes, estribos de diversos orígenes, instrumentos de navegación, mapamundis, un baño tapizado de tarjetas postales con el erotismo de siglos pasados, caracolas de todos los tamaños con sus nombres científicos. Decía el poeta: “Yo soy un amateur del mar, y desde hace años colecciono conocimientos que no me sirven de mucho porque navego sobre la tierra.”
En los espacios más íntimos, el dormitorio principal, zapatos, corbatas y chaquetas, vestidos de Matilde, cajas de música, y una vista al mar desde lo alto que invade al visitante.
En suma, la impresión no es la de visitar una casa de lujo, lujo en el sentido de derroche, de valores exorbitantes, sino de una cierta complicada simpleza, porque todo está expuesto sin más pretensión que rodearse de todo aquello que sea posible poseer, es la demostración de la elección concienzuda de un artista que inventa una vida propia dentro de su casa. Porque hay mucho de teatral, de escenografía, pero asimismo impregnado de vida, de años pasados, que esta casa guarda en una atmósfera de silencio e intimidad.
Pero no sólo la casa tuvo sus extensiones, los árboles fueron creciendo, el jardín fue tomando forma, las docas sirvieron de verde sostén al terreno arenoso, y se fueron perfilando subidas y bajadas, caminos pequeños, para llegar al mar. Ahí se instalaron, también, grandes objetos, un locomóvil, un campanario, un bote, una fuente de agua.
Pablo Neruda pasó los últimos meses de su vida en su querida casa de Isla Negra. Luego del golpe de estado, el 11 de septiembre de 1973, la casa fue allanada por los militares. Días después, muy enfermo, fue trasladado a la Clínica Santa María de Santiago donde murió el 23 de septiembre.
A partir de esa fecha, la casa fue cerrada e intervenida por el gobierno militar. La Fundación Pablo Neruda obtuvo la personalidad jurídica en junio de 1986, y la casa de Isla Negra le fue restituida en 1989. A partir de 1990 se abrió al público como Casa Museo.
El 12 de diciembre de 1992, los restos de Neruda y Matilde Urrutia, fueron trasladados a Isla Negra desde el Cementerio General de Santiago, donde se encontraban hasta entonces, en un importante Funeral de Estado.
Así se cumplió la voluntad que el poeta había expresado en su poema “Disposiciones” de libro Canto general:
“Compañeros, enterradme en Isla Negra,/ frente al mar que conozco, a cada área rugosa /de piedras y de olas que mis ojos perdidos/ no volverán a ver.”