De la colección de libros de la Biblioteca de Poesía Chilena Pablo Neruda, destacamos la primera edición de Aguas servidas (1981), de Carlos Cociña.
Por Andrés Urzúa de la Sotta
Yanko González dice que ‹‹Carlos Cociña es muchos tiempos posteriores››. Yo no lo veo así. Cociña es este tiempo a la médula. Lo que pasa es que es capaz de leerlo e interpretarlo mejor que nadie. Cuando dice que escribe con el televisor encendido, cuando pide que le pongan más efectos digitales a su voz durante un recital multimedia de poesía y sobre todo cuando, por el año 2002 o 2003, elabora, en complicidad con un amigo ingeniero, ese texto aleatorio que es A veces cubierto por las aguas y que forma parte de su proyecto virtual poesiacero.cl. Quizás Carlos Cociña no es muchos tiempos posteriores, sino que nosotros no nos hemos pegado el alcachofazo. Nosotros somos muchos tiempos anteriores. Y todavía no aprendemos a escribir ni a describir la lengua y la estética de nuestro tiempo como sí lo ha hecho Carlos.
Se me viene esto a la cabeza cuando hago el aseo del baño. Cuando tomo el envase del clorogel por el reverso y leo, casualmente, sus componentes en la etiqueta: “anomio cuaternario, ácido clorhídrico, sulfato de sodio”. ‹‹Todo suena muy Cociña››, pienso.
Se me viene esto a la cabeza, también, cuando intento hacer dormir a mi hijo recién nacido. Y por una extraña razón pongo en Spotify un ruido blanco inédito para él y para mí: un ruido de aguas, del fluir del agua; como del caudal constante y parejo de un río. Y mi hijo se queda dormido al instante. Entonces, con el poco tiempo que me deja el sueño hídrico de mi hijo, vuelvo a leer, apresurado, a seguir leyendo a Carlos Cociña. Hago clic en ese motor de búsqueda aleatorio que es poesiacero.cl y casi palpo estas palabras líquidas: ‹‹Algo pasa con la observación del agua sobre el agua. Sentado al lado dijo que el día de ayer llovieron todas las hojas del otoño. No hubo viento ni cambios bruscos de temperatura. Es la piel la que acaricia la mano››.
Se me viene todo esto a la cabeza cuando pienso en los títulos de algunas de sus publicaciones, donde suele aparecer el agua: Aguas servidas (1981), Espacios de líquido en tierra (1999), A veces cubierto por las aguas (2003).
Mientras, como una música de fondo, sigue sonando el ruido blanco del agua. Y todo es agua, todo parece mezclarse en un mismo espacio líquido. Todo es un ritmo subacuático, todo está cubierto, de pronto, por las aguas. Y el sueño hídrico de mi hijo lo despierta. Al mismo tiempo que recuerdo, como si irrumpiera un tren de olas en mi memoria, las palabras que enunció Marcelo Guajardo durante la presentación del Premio a la Trayectoria Poética Pablo Neruda que recibió el autor en 2017: ‹‹la poesía [de Carlos] no imita el agua, es agua››.
Carlos Cociña es ya elemental entre nosotros, los que nos dedicamos a leer y a escribir poesía en este país tan propenso a las costumbres líquidas, a adecuarse al envase de turno sin más alternativa que la resignación. Y parte importante de esa “elementalidad” proviene de su primer libro: Aguas servidas. Publicado en 1981, tres años después de los hallazgos de Lonquén y el mismo año en que el gobierno dictatorial establece como feriado el 11 de septiembre, declarándolo “Día de la Liberación Nacional”, esta obra irrumpe con un modo impersonal, descriptivo y hasta cientificista. Consciente de que “el golpe” había sido de una eficacia tan radical que había descentrado el lenguaje, anulando la efectividad de las formas poéticas imperantes e incluso la validez de la propia palabra como medio, debió reinventar el lenguaje poético. Pero no para dar cuenta del testimonio directo del horror, sino de la forma fría y despersonalizada en que el poder dictatorial se introducía en los cuerpos de los sujetos, tratándolos como meras formas físicas u órganos despersonalizados, carentes de subjetividad. De ese modo, gran parte de sus textos, sobre todo de las dos primeras partes del libro, son de una frialdad glacial, donde la voz del poeta ya no canta ni mucho menos se engolosina con la belleza ni con el dolor, sino que se introduce en la materia verbal como un perito forense o como un cirujano, articulando un lenguaje cargado de referencias anatómicas y oftalmológicas, y renunciando a cualquier rasgo de emotividad en el discurso.
Una vez escuché que a José Ángel Cuevas la poesía de Zurita, tan concentrada en los grandes paisajes, lo había liberado, siquiera por un momento, del horror y del encierro dictatorial, probablemente al transportarlo a un espacio amplio y abierto. Creo que la escritura de Carlos Cociña, de un modo muy distinto, genera un efecto semejante. En sus textos las palabras se liberan de sus significados, a menudo estrechos y funcionales, para abrir un paisaje verbal donde el lenguaje ya no está al servicio de una funcionalidad concreta, sino que se abre, se multiplica en infinitas posibilidades para el lector. Y eso sucede, de algún modo, con Aguas servidas. Pues al desplazarse el lenguaje anatómico al espacio de lo literario, se está liberando a las palabras de la camisa de fuerza del pragmatismo científico, a la vez que se está sugiriendo la imposibilidad de retornar a una escritura convencionalmente lírica, lo que redunda en una experiencia desconcertante y liberadora para el lector.
Como no podía ser de otra forma para el más contemporáneo de nuestros poetas, intercambiamos preguntas y respuestas con Carlos Cociña vía correo electrónico durante los últimos días de mayo y los primeros de junio, mientras las cifras de contagio del Coronavirus se multiplicaban de manera progresiva. Quizás como los mismos textos del autor de Aguas servidas, los que se van introduciendo en la mente de una manera expansiva, hasta dejarnos atónitos mirando el vacío.
¿Tienes algún recuerdo del tiempo de escritura de Aguas servidas de tus lecturas de esa época? ¿Recuerdas algo en particular acerca del proceso de edición del libro y/o de alguno de sus editores (Rodrigo Cociña, Raúl Zurita y Nicanor Parra)?
Los recuerdos, como relato, se construyen en presente. Reproducir una conversación es reconstruirla, obviando la vibración de su tiempo. Pero hay datos que se pueden identificar, aunque su importancia está supeditada al tiempo.
El proceso social y político que se intensificó radicalmente a comienzos de la década de los 70 influyó en la percepción que se tenía en el momento, acentuándose la sensación de que se vivían momentos decisivos, un cambio de paradigma. Esto también se planteaba y discutía en relación al arte y la literatura: el aporte al cambio, la función de las obras.
Cien años de soledad, publicado en 1967 por García Márquez, significó, en lo personal, un cambio radical, un cambio de eje, mucho más amplio que en la literatura. Este se intensificó con Los pasos perdidos de Carpentier, Adán Buenosayres de Marechal, El lugar sin límites de Donoso, Rayuela de Cortázar, Patas de perro de Carlos Droguett y Pedro Páramo de Juan Rulfo.
Con Mario Milanca Guzmán, a mediados de 1973, editamos un tríptico de poesía: Fuego Negro. Ese libro de De Rokha era un referente. Y también Escritura de Raimundo Contreras. La portada del tríptico tenía una pequeña ilustración de un joven poeta, obra de Picasso, imagen que bien podía ser Altazor de Huidobro. Al año siguiente ENVÉS. Relación personal de Gonzalo Millán que ya no estaba en la ciudad. Y la muerte está siempre ahí. Y vida.
Trilce de Vallejo había sido el impulso definitivo para abordar el poema. Un remezón: Antología de René Char (selección y versión de Raúl Gustavo Aguirre, prólogo-estudio de René Ménard, Ediciones del Mediodía, Buenos Aires, 1968). Las Variaciones sobre el tema del amor y de la muerte de Alfonso Alcalde se cruzaron con los Artefactos de Nicanor Parra, cuya gráfica remarcó la importancia del soporte. Alguna relación tenía con el trabajo de diseño que Guillermo Deisler había hecho en la revista Tebaida de Arica. Algunos años después el trabajo de Augusto de Campos y Haroldo de Campos aumentan el peso de lo visual. Y la muerte está siempre ahí. Y vida.
Un cambio fundamental se produce en la percepción con De máquinas y seres vivos de Humberto Maturana y Francisco Varela (Editorial Universitaria, Cormorán, El mundo de la ciencia, abril, 1973). La inversión de los ojos de la salamandra. Y continúa con los trabajos de Varela. Y la muerte está siempre ahí. Y vida.
En 1974/75 Roberto Hozven convocó a un seminario en el Instituto de Lenguas de la Universidad de Concepción, aplicando La Morfología del cuento de Vladimir Propp a los Cuentos orales chileno–argentinos de Yolando Pino Saavedra. La mayoría de los participantes eran alumnos de Antropología. Referentes eran Les mythologiques de Claude Lévi-Strauss, especialmente De la miel a las cenizas. Ello, vinculado con Tiempo y presencia de Jacques Derrida, fue determinante en la concepción del relato y la estructura de la obra literaria, en tanto acercamiento al lenguaje y la palabra. Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein introdujo una alteración hasta ahora incomprensible, pero recurrente. Y la muerte está siempre ahí. Y vida.
Esta conversación a través de libros, con Milanca y Nicolás Miquea Cañas, se incrementó con las noticias que teníamos del trabajo inicial de Juan Luis Martínez y Raúl Zurita. La revista MANUSCRITOS abrió y confirmó intereses. El trabajo de Ronald Kay acerca del Quebrantahuesos y el de Jorge Guzmán con Góngora, que vibraba con los trabajos contemporáneos. Y la muerte está siempre ahí. Y vida.
El trabajo en Aguas Servidas se realizaba teniendo como referente libros de ciencia, especialmente de anatomía (de mi hermano Eduardo que estudiaba Medicina), y el trabajo gráfico de Rodrigo Cociña, artista visual, con quien diseñamos el libro. Considerando que la lectura privilegia la página derecha, dejamos la izquierda en blanco, porque cada texto debía verse como una unidad, asociada a un golpe de vista, al modo de los trípticos europeos medievales, donde cada tabla es una unidad independiente, indisolublemente relacionada con las contiguas. Y la muerte está siempre ahí. Y vida.
Con Raúl Zurita, en cada encuentro, entre otras cosas, conversábamos de lo que escribíamos y me impulsaba a publicar. Entre los comentarios de edición el más importante fue la sugerencia de eliminar o alterar algunos títulos de los textos. Esas son las razones porque aparecen como editores: una constancia de agradecimiento y reconocimiento en la construcción de ese libro. Y la muerte está siempre ahí. Y vida.
Se ha hablado mucho de que el título del libro lo sugirió Nicanor Parra. Y tú aclaras que él, en una conversación en Isla Negra, terminó completando el título. Pero que en el fondo, interpreto, fue una suerte de creación colectiva, donde él intervino para dar la puntada final, el adjetivo final. Pues la palabra “Aguas” ya estaba definida. ¿Por qué decides dejar registro del título anterior del libro en la cubierta, tachando, además, el adjetivo “potables”? ¿Crees que en ese gesto hay un acto de transparencia, es decir, de sinceridad con respecto al título anterior y de reconocimiento al proceso de gestación colectiva del título definitivo del libro?
Efectivamente, como señalas, el primer impulso al tachar fue “un acto de transparencia, es decir, de sinceridad con respecto al título anterior y de reconocimiento al proceso de gestación colectiva del título definitivo del libro”. Era importante evidenciar que el título se gestó colectivamente. Es más, todo libro corresponde a una confluencia de muchas voces, estados y señas que se construyen verbalmente.
Nicanor Parra manuscribió el título definitivo en la hoja mecanografiada del original. Ese acto impulsó a agregar, manuscrito, “1973”, antecediendo a “1980” mecanografiado. Ese año 73 tenía una carga explosiva y al poner “servidas” tenía que aparecer. Para hacer la portada se fotografió esa página y se amplió. El tachado conserva lo borrado. Y en ese tiempo, los desaparecidos, los presuntos, los horrores, a pesar de su negación, están ahí, en aguas donde es imposibles que se diluyan.
Tu obra se publica solo cuatro años después de la aparición de La Nueva Novela de Juan Luis Martínez. ¿Crees que Aguas servidas dialoga con ese libro o con el proyecto poético de Martínez en general? ¿Recuerdas tu primera lectura de La Nueva Novela?
Antes de 1977 conocía por referencias la utilización de la lógica matemática y los elementos gráficos que estaba haciendo Juan Luis Martínez. La Nueva Novela la vi por primera vez en algunas fotocopias. Al tener el libro impreso el impacto fue total. Imposible de dejar de leer, ver y tocar. Los anzuelos de ICTHYS, el papel secante ante la fotografía de la mujer en lágrimas (P0RTRAIT OF A LADY), la ventana transparente, el trozo de diario chino, las imágenes de Marx y Rimbaud, la disposición de los textos y la misma operación objetual en los textos, cómo estos se construyen dispersando sentidos en una operación lógica impecable. El libro hacía visible una mirada que, si bien estaba en, por ejemplo, “El reloj de Venancio” y otros artefactos de Parra y en los poemas gráficos de los concretos brasileños, aquí estaba conformando un libro, no objeto, sino de objetos, incluyendo como objeto los propios textos. Un objeto que traspasaba y expandía su propia objetualidad. Lo impecable de la lógica destruía su propio código. Y el libro sigue produciendo ese efecto, distinto, cada vez distinto indicado en las solapas de LA REALIDAD.
En su momento, claramente me pareció que lo que estaba escribiendo y armando dialogaba con lo de Martínez, sin embargo, no había ninguna posibilidad de acercarse más allá de alguna vibración constructiva en cómo se elaboraba el texto. Algunos años después, cuando conversamos, hizo preguntas y comentarios que indicaban una lectura incisiva de Aguas Servidas, que sabía casi exactamente cómo se había construido.
Aguas servidas se publica en 1981, el mismo año en que el gobierno dictatorial establece como feriado el 11 de septiembre, declarándolo “Día de la Liberación Nacional”. Además, los años de escritura de tu libro están fechados durante el período 1973-1980, con un claro inicio en el año del Golpe de Estado. A nivel textual, ¿de qué manera crees que Aguas servidas aborda el contexto de la Dictadura? ¿Acaso el uso de un lenguaje descriptivo y a ratos anatómico parecía más adecuado para representar la frialdad, el horror y lo que le estaban haciendo a los cuerpos en el país?
Siempre se escribe en la situación social. Es imposible estar ajeno a ella. Y esta marca aún en el caso que se la pretenda evadir. Cualquiera sea el impulso para plantear una situación, en el caso de la escritura ese impulso está asociado a ella. Es en la escritura donde se ubica, por ende en el lenguaje. Lo que sucede, sucede en el cuerpo, y se puede manifestar en algún código: corporal, gestual, visual o verbal. El horror, la indignación, la sorpresa, el espanto o el placer, la maravilla, la alegría y el desconcierto se construyen en literatura desde la palabra. Allí toda impresión busca plasmarse en el lenguaje y sus variantes. En el período no había palabras para estar con lo que sucedía en el cuerpo. La opción fue construir el cuerpo, sus órganos y funciones. Cómo se mira, cómo un hueso se quiebra hasta la separación de sus átomos. Cómo el ADN pierde sus recursos. Desde ahí construir un cuerpo violentado, que se pretende olvidar, pero que no desaparece.
Valerio Magrelli, un poeta italiano, señala lo siguiente: ‹‹Creo que el equívoco fundamental respecto al quehacer poético es de origen romántico. No me refiero tanto a las diversas doctrinas románticas, sino al hecho de ver al poeta como una especie de atleta del sentimiento, como alguien que tiene la posibilidad de entrar en contacto con la realidad de manera exorbitante››. Y Enrique Lihn, en el prólogo al libro Los dones previsibles Stella Díaz Varín, dice que los poetas de su generación ‹‹entendían la poesía como canto, en primer lugar, y solo en segundo como escritura››. Pienso estas citas en relación con tu escritura, la que parece oponerse a la reproducción de ese romanticismo y a esa visión tradicional del poeta y de la poesía. ¿Coincides con las visiones de Lihn y Magrelli?
La concepción del poeta y el poema han sido distintas según los tiempos y culturas. La concepción romántica, en sentido amplio, asociada al sentimiento exacerbado, es más o menos reciente, aunque dominante en un par de siglos, especialmente en Occidente.
Cerca de los 70, la concepción dominante, aunque ya en retirada, era la del poeta vate: Neruda, De Rokha, Huidobro y en cierta medida Mistral. Pero ya Parra había saltado del Olimpo. Las nuevas tendencias ponían su acento en la escritura social, un acercamiento a lo cotidiano, cierta ironía, pero aún centradas en un yo, menos abarcador, pero dominante.
Ante ello, varios buscamos descentralizar la primacía de ese yo, sin desconocer sus antecedentes generados desde el ADN y las circunstancias, sino dar cabida al yo que se construía en quien leía o escuchaba la escritura. No es asumir otro yo, incluidos los varios propios, sino desplazarlo a que se constituyera desde quien lee el poema. Todas las personas funcionan con sentimientos y en los lenguajes estos aparecen, aún en los casos que se utilizan con fines prácticos, como en la comunicación. La lengua contiene esa potencia, y por lo mismo, si se trabaja con ella, esta se expande, por lo que al hacer el poema estos aparecen desde la propia lengua. Quien hace el poema, al saberlo, puede procurar que lo despliegue desde y en sí quien lee.
La primera parte de Aguas servidas se titula “De la estructura de la mirada a la estructura del ojo”. Incluso hay algunos versos que aluden a una relación directa entre el ojo y la voz; o quizás a una oposición entre ambos. Por ejemplo: “Un ojo de voz” o (soy) “el ojo de la voz que descubre cada objeto”. Óscar Galindo habla de un cambio de modelo que se da en la poesía chilena contemporánea, el que pasa <<del sujeto que habla al sujeto que mira, de la voz a la mirada, de la subjetividad a la metatextualidad>>. ¿Te hace sentido esta cita de Galindo en relación con tu escritura y con la poesía que comienza a gestarse en Chile hacia fines de los sesenta y sobre todo durante la década de los setenta y los ochenta?
Es acertada la afirmación. Y un caso de ello está explícito en lo citado, sin embargo, plantearlo como modelo hegemónico, es arriesgado. Más que el sonido, lo visual adquiere mayor protagonismo, pero esa visualidad tiene sonido. Es un sonido que resuena del oído para adentro.
La primacía de lo visual convive con la voz. Nicanor Parra dice que hay que escuchar el lenguaje de la tribu, es el Tao. Y luego recita de memoria largos pasajes del Martín Fierro. La voz resuena en Lihn cuando no sale del Horroroso Chile y mucho más en El Paseo Ahumada. Y también en Elvira Hernández con ¡Arre! Halley ¡Arre!
Si nuestra escritura es alfabética, es imposible sin sonido. Y es más, en el poema, en verso o aún sin metro, la secuencia de lectura tiene secuencia, como la respiración.
Se me ocurre que tu obra es un intento por desestabilizar el lenguaje, por descentrarlo. Y también por liberarlo de ciertas finalidades concretas. Hay un desplazamiento de otros campos de acción del lenguaje en tu escritura, los cuales son trasladados al poema, como el lenguaje científico, el lenguaje anatómico, el lenguaje urbanístico, etc. Y al instalar esas formas “científicas” del lenguaje en el poema —las que en su contexto original están al servicio de la verdad o de un fin concreto— algo sucede. Un extrañamiento o quizás una liberación. Porque esas palabras ya no están al servicio de una finalidad concreta ni de la verdad, sino que son liberadas para la interpretación del lector. Y allí alcanzan múltiples significados e interpretaciones. ¿Coincides con esta lectura?
Entendí el lenguaje como un sistema casi autónomo, siamés de aquello a lo que pretende hacer referencia. No es la referencia, sin embargo, construye objetos verbales que actúan como tales. Al entenderlo como sistema, sus elementos adquieren sentido en relación con los otros componentes. Así cada palabra o sus unidades menores no tiene una referencia fija, y más aún, estará asociada a la que esta tiene en quien la emite y quien la decodifica. Por ello sus unidades y también sus secuencias y asociaciones pueden cambiarse para incorporar elementos que, aunque tienen una representación verbal, no es suficiente.
Más que desestabilizar el lenguaje es tensionarlo, incorporando elementos y asociaciones que produzcan una explosión o una quietud donde no hay o había palabras. Tratar de que el lenguaje haga lo que no puede hacer, hacer presente lo innominado, aquello de lo que no se puede decir por horroroso, común o sublime. Y ello solo puede ocurrir cuando las palabras están en el o en los otros.
A partir de ello hago referencia a la que era tu última pregunta. Cuando Enrique Lihn señala, en el poema “La realidad no es verbal”, del libro Al bello aparecer de este lucero: ‹‹Somos las víctimas de una falsa ciencia /los practicantes de una superstición››. Es eso, pues lo verbal habla desde un imposible. Designar lo que ocurre es una ilusión, que sin embargo funciona operativamente para entender, desplazarse y estar en lo que se pretende designar. Lo hace el poema en un acto sin sentido práctico en sí, pero que ocurre cuando se despliega en el acto del otro.