Noviembre 7, 2024

“Pablo Neruda: Premio Nacional de Literatura” por Tomás Lago

 

 

PABLO NERUDA ha obtenido el Premio Nacional de Literatura en los mismos instantes en que se incorpora al Congreso chileno en calidad de senador de la República, por las provincias de Tarapacá y Antofagasta. Dos hechos, dos acontecimientos que convergen en su nombre como un caso insólito de acabada personalidad.

 

Quisiéramos agregar algunas líneas a los numerosos artículos de estudio e información, que se escriben en este momento sobre su figura literaria. La suerte nos puso a su lado en las últimas lindes de nuestra adolescencia, y luego anduvimos juntos en tantas cosas, desde aquella fecha, que, aunque más no fuese por esta consumada razón, algún valor pueden tener nuestras divagaciones y recuerdos.

 

Neruda aparece en el movimiento universitario, intelectual y político del año 1920, siendo estudiante de francés en el Instituto Pedagógico, cuya carrera interrumpió más tarde para emigrar a la India, designado Cónsul de Chile en la lejana ciudad de Rangoon.

 

Hasta las provincias, en una de las cuales estudiábamos por aquellos años, llegaba el rumor metropolitano de las inquietudes universitarias. El poeta de batalla de la juventud estudiosa era Roberto Meza Fuentes, director de la revista juventud. Su poesía acordada, sonora y rubendariana andaba en la boca de todos, y en el zumbido de colmena que salía de la febril actividad intelectual del momento, parecía satisfacer ampliamente todas las expansiones poéticas. De pronto, esta certeza ínformulada fue destruida por la aparición de un poeta desconocido que emergía a la vida literaria con todos los signos de la hora: en política reivindicacionista, moderno en las letras pero que aportaba, además, una voz nueva de extraña seducción. Era Pablo Neruda.

 

Recuerdo que, más que un conocimiento exacto, un soplo literario, nos decía que la Canción de la Fiesta, premiada por la Federación de Estudiantes, traía a la literatura chilena la fisonomía de un nuevo poeta. El movimiento del año 20 estaba en su climax, la filosofía de la época era condicionada en gran parte, por la literatura rusa que se leía profusamente. Rubén Darío, resonando como un eco en todos los poetas modernos de entonces, empezó a morir como una marejada que se retira confusamente, salpicando de musicales resonancias panteístas los versos de los adolescentes de 1921. Una poesía más local, individualista, cortada sobre otros ritmos, empezaba a nacer.

 

El movimiento ideológico había proyectado sobre los nuevos poetas un impulso poderoso bien definido, dándole como estructura interna un perfil dramático de ser social. La diferencia entre un poeta anterior a esa fecha y los que vinieron después consistía en que los últimos dejaron de ser simplemente descriptivos, anecdóticos, elegantes como actores de una estética refinada que se repartían los despojos versallescos de Ruben Darío y las enfermedades a la moda de los decadentes franceses, para reclamar una existencia de relaciones con el sentido social. Querían ser nacionales en cierto modo (sin proponérselo) por reacción, realistas, a veces antiliterarios con énfasis. Una posición semejante reclamaba, como es natural, un modo de expresión adecuado, que empezó a formarse a base de palabras nuevas incorporadas a la reciente poética, sacadas del lenguaje común, incluso, en todo caso, con la nueva posición anímica; antes que refinadas serias, más graves que elegantes, más significativas que rimosas, exclusivamente personales en lo posible.

 

Pablo Neruda, ya en la Canción de la Fiesta, representa alguno de estos caracteres. Era un muchacho alto, de un color cetrino oliváceo, flaco, silencioso, con una mirada fija, de ojos de loza mate; lo más impresionante en su rostro agudo subrayado de arriba a abajo por la cortante nariz eran unas cejas negras, sombrías, que recordaban el plumaje de los pájaros, cuyos arcos se articulaban en dos rayas verticales escindidas -formando una especie de signo impenetrable- al medio de la frente. Estudioso, ordenado, metódico, era un estudiante destacado.

 

Toda época está comprendida en su literatura. Los libros que se leen durante un tiempo determinado concurren en ciertos principios en una filosofía que tiene su atmósfera mental y psicológica. La de 25 años atrae como cualquiera otra.

 

No se trata de nada coordinado y seguro, probablemente, pero, sí, sensible que en la distancia aparece en nuestra memoria con un vivo colorido emocional. ¿A qué me refiero? A cierta actitud de entonces. Había un rigor para todo muy saludable. Un fatalismo orgulloso, podríamos decir, que fluía de los personajes de los libros. Me parece que las literaturas nórdicas tenían algo que ver en el asunto. De sus páginas dulcemente melancólicas surge ese amor a la naturaleza que en nuestras letras se expresa más tarde en un lenguaje objetivo susceptible de mascarse, diríamos, por su sabor vigoroso; surge, el claroscuro brumoso de las distancias. La presencia del mar, la lluvia y los elementos naturales; surge el amor a la mujer en términos, absolutos, que en Neruda es amor físico hasta sus últimas consecuencias materiales y anímicas; el sentido de la muerte.

 

Releyendo hoy día aquellos libros, nos parece, divisar, la raíz de un punto de partida poético entre nosotros, fácilmente explicable. En efecto, nuestro espíritu hermético de país corrido hacia el sur, se identificaba fácilmente con los caracteres del norte frío; reconocía a veces su propio paisaje en las descripciones de los rusos o noruegos, los bosques helados, de árboles enteramente verdes, la nieve omnipresente, las girantes estaciones.

 

¿Qué leíamos? De todo, pero entre todo quedan algunos títulos preferidos. Costa Ber1ing, de Selma Lagerlof ; El Desafío de Kuprin, Pan de Knut Hamsun, nos embriagaron un momento con su mundo pasional, fuertemente humano, saturado de un romanticismo rudo y poético.

 

“El amor, como las lágrimas, aspira a ser recíproco. Cuando sufre el alma de un gran pueblo, toda, la vida está perturbada, los espíritus vivos se agitan y los que tienen un noble corazón inmaculado van al sacrificio”. Así empieza el primer capítulo de Sachka Yégulev, titulado “La Copa de Oro”, de Leonidas Andreiev, que Pablo Neruda leía en esas ediciones verde amarillas de bolsillo editadas por Espasa Calpe. ¿Quién era Sachka Yegulev?, Uno de los tantos héroes creado por los escritores que prepararon la revolución rusa. Por amor a la justicia se hizo capitán de bandidos. “Triste y tierno, amado por todos a causa de la pureza de sus pensamientos, unos labios sedientos bebieron su sangre y pereció muy joven, de una muerte solitaria y terrible”. “Murió maldito de los hombres y nadie puso una cruz sobre su tumba desconocida”. “Pero su madre vive y lo llama: -¡Sachka, dulce hijo mío!”

 

Libro preferido por Neruda durante un tiempo, solía recomendarlo y defenderlo, a veces, cuando los críticos implacables de las tertulias estudiantiles lo hallaban disolvente y nihilista.

 

Algo debe haber influido en la formación de sus sentimientos adolescentes cuando, en un momento dado, eligió el nombre de Sachka para firmar párrafos de comentarios literarios en la revista Claridad. Sólo que, como todas las cosas que lo han influenciado, este libro, cómo otro cualquiera, pasó pronto a no ser más que un ingrediente al tanto por mil en su personalidad.

 

Leyendo hoy día el Costa Berling, algunos libros de Dostoyewsky o de Puschkin, algo al fin con cierta fuerza de algunos poemas de Crepusculario y 20 poemas, surge de sus páginas una musicalidad grave correspondiente a un tono vital, ensimismado y pasional. De sus páginas surgen hechos, escenas, palabras extrañamente evocativas, como aquella reunión de los hombres en el bosque frío alrededor de una hoguera, una noche, cuando de pronto rompen el silencio cantando cada uno una parte de aquella canción: “Mi pequeño serbal, mi serbal verde, ahora sí, eres grande, mi verde serbal. ¿Cuándo, pues, mi pequeño serbal, te hiciste grande y fuerte? Yo, el serbal verde, ya me he hecho grande bajo el cielo frío de otoño, el viento; las lluvias y las tempestades, Ante la voz poderosa de Kolesnikov, sonidos violentos y amenazadores -dice el autor- subieron al cielo nocturno, agitaron las llamas de la hoguera, y las chispas, espantadas, se levantaron como un tropel de pájaros rojos por encima de las copas de los árboles silenciosos”.

 

En la voz de Ptruchka que replica al punto se oye, en cambio, “un dulce lamento, un dolor melancólico, una invocación a los espacios infinitos”.

 

Hogueras, el cielo nocturno, frío de otoño, pájaros, los espacios infinitos recuerdan palabras, sensaciones de ;a poética de Neruda, pero hay algo más que eso, salido de allí, y es la actitud humana, cuyo principio ideal es el individualismo como compendio y suma de la existencia, en el yo están todas las leyes comprendidas, la humanidad no puede sostenerse sino en virtud de la superación del hombre en sí. El romanticismo que importa esta actitud se realiza mediante los conceptos absolutos de sacrificio, honradez, amor, verdad, orgullo y fatalismo.

 

Se equivocaría quien creyera, sin embargo, que estas disposiciones evocativas establecen el resorte interno de la poesía nerudiana, pues la calidad de ella y el alto tono que alcanzó más tarde se explican solamente por la riqueza palpitante de su gran temperamento. Las influencias literarias son inmediatamente consumidas en él por un violento proceso de combustión que elabora sólo lo que a él le pertenece. Cuando leía a Andreiew, por ejemplo, escribía los últimos poemas de Crepusculario en la jornada simbolista que iba llegando a su fin. Veinte poemas de amor y una canción desesperada, en los cuales pueden encontrarse, examinados al microscopio, algunos de los elementos a los que me refiero, sólo aparecen dos años más tarde.

 

Dentro de la literatura se movía con una sedienta y ensimismada curiosidad. Ya entonces existía en él una vinculación directa entre los poetas preferidos, las ideas que le interesaban y la práctica de la vida; incorporaba enseguida todo estímulo intelectual a su ser íntimo, en forma indivisible. No hay más que una posición vital para él, en la cual están comprendidos todos sus sentimientos. Niega toda doble personalidad. Su persona literaria y su persona civil son absolutamente una misma cosa. Por esto fue desde sus comienzos un poeta ciento por ciento, hombre y poeta indistinguible, una misma entidad anímica en, un alma ilimitada y ardiente.

 

La generación de Neruda leía mucho a Marx, a Engels, a Schopenhauer, pero especialmente a Nietzche, que era más seductor por su lenguaje lírico y estaba más cerca de la filosofía del individualismo, limítrofe del anarquismo, que tanto atraía a la juventud ideológica chilena. Ahora bien, dentro de esta literatura había un libro especialmente extremista y desatado de

 

Max Stirner, llamado El Unico y su propiedad, que casi todos leímos –me imagino que también Neruda- atraídos, como por el uso de un explosivo peligroso, por sus ideas.

 

“Buscaos a vosotros mismos, -decía Stirner- dejad vuestro loco intento de ser algo que no sois. Sed vosotros mismos. No sólo debe destruirse el más allá fuera de nosotros, sino también el más allá en nosotros. Muchas cosas sacrificaría con gusto a los otros incluso mi vida y mi libertad, pero no Yo mismo”, etc. El mísero filósofo de Bayreuth no reconocía Dios ni Ley y en su afán salvaje de afirmación individual, decía que hasta la conciencia nos hacía esclavos.

 

No creo, francamente, que estas obras tuviesen una influencia avaluable en los caracteres de entonces; se leían y se dejaban, pero es muy pro- bable que contribuyeran a acentuar el ámbito ideológico con vibraciones que venían no se sabía precisamente de dónde.

 

Lo cierto es que había una manera intelectual de pensar más o menos parecida; el anarquismo estaba en boga, y si bien políticamente no contaba demasiado, intelectualmente constituía una actitud espiritual sobresaliente. Neruda no podía quedar fuera de esto.

 

Recuerdo que además de Andreiew, Gorki, Tolstoi, Dostoyewski, etc., leía también poesía de todos los idiomas y entre todos a D’Anunzio, siguiendo la línea de exaltación del yo, Maeterling, Rodembach, Valery, Machado, Paul Eluard, pero también a Gómez de la Serna, Marcel Schwab, etc. Sería imposible hacer una lista, ni siquiera aproximada, de títulos y autores. No he visto nunca una colección más completa de obras de Pío Baroja que la que había por aquel tiempo en la habitación estudiantil del poeta, en barrio contiguo a la Avenida España En su carácter pasional lo llevaba todo hasta el agotamiento. Era ese cuarto de estudiante una síntesis de su fisonomía; en la pared, como un símbolo había, por ejemplo, un grabado le tamaño de una página corriente de revista, vagamente coloreado tras un vidrio con tafilete, representando al joven Chesterton que yacía exánime en el lecho de una alta buhardilla. Este adolescente, que se suicidó a los 17 años, pudo ser el primer poeta de Inglaterra.

 

Lo acompañaba como una extraña incitación de la cual nunca hablaba, pero que hoy pienso que correspondía a su visión sombría de términos absolutos, de la vida. Uno de sus libros preferidos era el Duwroky de Puschkin, lo que tal vez algo significa también, en el bosquejo de sus sentimientos. El amor a la justicia como un ideal. Está dentro de la vivencia exaltada del yo, la fatalidad de un destino de sacrificios debe ser aceptado más allá de los límites mediocres de la vida, hasta el fin.

 

Este período biográfico de Neruda sobre el cual anotamos estas fugaces impresiones personales, período hecho de rigor y severidad para consigo mismo, de ardientes lecturas y cavilosas mis adivinaciones en el cual cultivó muchos conceptos radicales de la vida, terminó, de pronto, poco después de cumplir veinte años, allá por el año 1924, época en que, rompiendo la obscura crisálida del alma adolescente empezó a interesarse por todo lo que hasta entonces había excluido, voluntariamente, de sí. Hasta aquí sus amistades y relaciones intelectuales eran seleccionadas rigurosamente en virtud de sus ideas categóricas, sobre los valores. En adelante amplió mucho su visión del mundo, interesándose por todo en forma más cordial y humana; perdió un poco de rigidez, dejándose ganar naturalmente, por la simpatía y calor de los seres y las cosas cuotidianos.

 

Al escribir estas líneas con ocasión de habérsele otorgado el Premio Nacional de Literatura, después de la hermosa obra realizada en el idioma hasta el punto que escritores de renombre indiscutido -lo juzgan el más grande poeta vivo de la actualidad[1] , pensamos que hay una consecuencia       en su carrera literaria que, como una línea melódica, viene de sus más lejanos comienzos, sube, se agudiza, se amplía, cambia de dirección, se hace penetrante o grave, es polifónica o dibujada, pero es siempre la misma y es su conducta vital.

 

Ya lo dijimos. Nunca ha hecho distinciones en la manera de comportarse, y es íntegro, actúa como piensa, siente como escribe; hay una cohesión fan estrecha de sus facultades y sentimientos, qué llega a desdeñar todo análisis. “Líbreme Dios, de inventar nada”, dice en un poema de Residencia en la Tierra. Pues bien, esta exclamación corresponde ya, exactamente, a su punto de vista en Crepusculario. Recuerdo que, en 1923, se negó terminantemente a explicar aquel verso de Farewell que dice: “Estoy, triste, pero siempre estoy triste” para resolver una discusión literaria entre un poeta de la época y una señorita de Chillan.

 

Dijo exactamente que no tenía qué decir, que lo tomaran como quisieran; los versos estaban allí. A mi modo de ver, esto significaba sin embargo que él mismo no lo sabía, que nunca había pensado en ello y, además, que se negaba a hacerlo, porque, la poesía no se piensa, sino se la disfruta como un hecho, se la siente. Lo cual no entraña de ningún modo que propiciara una poesía vocacional, sin sabiduría. Pocos escritores he conocido con un conocimiento más cabal de las preceptivas y, al mismo tiempo, con más experiencia poética; no ignora nada.

 

Solamente que, como siempre, incorporó todos los recursos de oficio a su ser íntimo; hasta convertirlos en mecanismos funcionales que obedecían igualmente, y al mismo tiempo, a las facultades intelectivas y a la intuición. Esto para mí es evidente, al extremo de que me explico así en gran parte la fuerza musical de la poesía nerudiana, por la costumbre inveterada que tenía de joven de recitar con voz sentenciosa, gravemente emocional, versos de su preferencia -suyos o ajenos-, mientras cumplía cualquier menester de la vida privada, arreglaba libros o se afeitaba la barba. La cláusula nerudiana es completa en el sentido de que no se corta en el aire, rodando va encadenada a sí misma dando vueltas hasta que cae, completando el sentido y la sonoridad de la frase. Está condicionada, perfectamente, a pausas de respiración, de su respiración.

 

A este respecto, debemos agregar una vez más[2] que esta cohesión psicológica tan íntima de su vida, explica lo directo de su lenguaje literario. No hay nada más claro que sus alusiones y representaciones poéticas. No tienen secreto; siempre se refieren con exactitud a lo que dicen literalmente y toda interpretación sabia y problemática de cifra ideológica, es, generalmente, gratuita. La mejor manera de leerlo es dejar de lado las defensas y preparaciones que se utilizan corrientemente para los versos, sacarse las escafandras y armaduras de que sucesivamente nos han investido los santones de la caballería literaria, y leer las palabras escritas en el alfabeto de uso común. Nos encontramos, entonces, con un alma generosamente humana de nuestro tiempo, un ser de una clara inteligencia, excepcionalmente dotado para cantar, que dice siempre lo que sucede, en un emocionante lenguaje poético. Cuando sus versos son invertebrados y obscuros, ellos corresponden a estados de ánimo confusos, sin explicación -lo cual le sucede a cualquiera-, vagamente rasguñados por alusiones y palabras, pero estos mismos constituyen la excepción de su obra. El misterio complejo de la vida humana que nos alcanza por igual a todos y a cada uno de nosotros, es un único misterio.

 

Aunque no soy partidario de definiciones anticipadas, aún siendo ciertas, por la incertidumbre del lenguaje, que, cuando menos, nos dan un discurso incompleto de lo que queremos decir, pienso, sin embargo, que es útil fijar, finalmente, que el individualismo filosófico, en Chile, tan pernicioso en los movimientos políticos, por la desintegración que ha traído consigo como consecuencia del desborde personalista, ha servido, en, cambio, a maravilla, para, templar la condición interna de una extraordinaria personalidad literaria.

 

1933

 

en: Revista de educación. Santiago de Chile, 30 de agosto de 1945

 

 

 

 

Pablo Neruda: Premio Nacional de Literatura

 

por Tomás Lago

 

PABLO NERUDA ha obtenido el Premio Nacional de Literatura en los mismos instantes en que se incorpora al Congreso chileno en calidad de senador de la República, por las provincias de Tarapacá y Antofagasta. Dos hechos, dos acontecimientos que convergen en su nombre como un caso insólito de acabada personalidad.

 

Quisiéramos agregar algunas líneas a los numerosos artículos de estudio e información, que se escriben en este momento sobre su figura literaria. La suerte nos puso a su lado en las últimas lindes de nuestra adolescencia, y luego anduvimos juntos en tantas cosas, desde aquella fecha, que, aunque más no fuese por esta consumada razón, algún valor pueden tener nuestras divagaciones y recuerdos.

 

Neruda aparece en el movimiento universitario, intelectual y político del año 1920, siendo estudiante de francés en el Instituto Pedagógico, cuya carrera interrumpió más tarde para emigrar a la India, designado Cónsul de Chile en la lejana ciudad de Rangoon.

 

Hasta las provincias, en una de las cuales estudiábamos por aquellos años, llegaba el rumor metropolitano de las inquietudes universitarias. El poeta de batalla de la juventud estudiosa era Roberto Meza Fuentes, director de la revista juventud. Su poesía acordada, sonora y rubendariana andaba en la boca de todos, y en el zumbido de colmena que salía de la febril actividad intelectual del momento, parecía satisfacer ampliamente todas las expansiones poéticas. De pronto, esta certeza ínformulada fue destruida por la aparición de un poeta desconocido que emergía a la vida literaria con todos los signos de la hora: en política reivindicacionista, moderno en las letras pero que aportaba, además, una voz nueva de extraña seducción. Era Pablo Neruda.

 

Recuerdo que, más que un conocimiento exacto, un soplo literario, nos decía que la Canción de la Fiesta, premiada por la Federación de Estudiantes, traía a la literatura chilena la fisonomía de un nuevo poeta. El movimiento del año 20 estaba en su climax, la filosofía de la época era condicionada en gran parte, por la literatura rusa que se leía profusamente. Rubén Darío, resonando como un eco en todos los poetas modernos de entonces, empezó a morir como una marejada que se retira confusamente, salpicando de musicales resonancias panteístas los versos de los adolescentes de 1921. Una poesía más local, individualista, cortada sobre otros ritmos, empezaba a nacer.

 

El movimiento ideológico había proyectado sobre los nuevos poetas un impulso poderoso bien definido, dándole como estructura interna un perfil dramático de ser social. La diferencia entre un poeta anterior a esa fecha y los que vinieron después consistía en que los últimos dejaron de ser simplemente descriptivos, anecdóticos, elegantes como actores de una estética refinada que se repartían los despojos versallescos de Ruben Darío y las enfermedades a la moda de los decadentes franceses, para reclamar una existencia de relaciones con el sentido social. Querían ser nacionales en cierto modo (sin proponérselo) por reacción, realistas, a veces antiliterarios con énfasis. Una posición semejante reclamaba, como es natural, un modo de expresión adecuado, que empezó a formarse a base de palabras nuevas incorporadas a la reciente poética, sacadas del lenguaje común, incluso, en todo caso, con la nueva posición anímica; antes que refinadas serias, más graves que elegantes, más significativas que rimosas, exclusivamente personales en lo posible.

 

Pablo Neruda, ya en la Canción de la Fiesta, representa alguno de estos caracteres. Era un muchacho alto, de un color cetrino oliváceo, flaco, silencioso, con una mirada fija, de ojos de loza mate; lo más impresionante en su rostro agudo subrayado de arriba a abajo por la cortante nariz eran unas cejas negras, sombrías, que recordaban el plumaje de los pájaros, cuyos arcos se articulaban en dos rayas verticales escindidas -formando una especie de signo impenetrable- al medio de la frente. Estudioso, ordenado, metódico, era un estudiante destacado.

 

Toda época está comprendida en su literatura. Los libros que se leen durante un tiempo determinado concurren en ciertos principios en una filosofía que tiene su atmósfera mental y psicológica. La de 25 años atrae como cualquiera otra.

 

No se trata de nada coordinado y seguro, probablemente, pero, sí, sensible que en la distancia aparece en nuestra memoria con un vivo colorido emocional. ¿A qué me refiero? A cierta actitud de entonces. Había un rigor para todo muy saludable. Un fatalismo orgulloso, podríamos decir, que fluía de los personajes de los libros. Me parece que las literaturas nórdicas tenían algo que ver en el asunto. De sus páginas dulcemente melancólicas surge ese amor a la naturaleza que en nuestras letras se expresa más tarde en un lenguaje objetivo susceptible de mascarse, diríamos, por su sabor vigoroso; surge, el claroscuro brumoso de las distancias. La presencia del mar, la lluvia y los elementos naturales; surge el amor a la mujer en términos, absolutos, que en Neruda es amor físico hasta sus últimas consecuencias materiales y anímicas; el sentido de la muerte.

 

Releyendo hoy día aquellos libros, nos parece, divisar, la raíz de un punto de partida poético entre nosotros, fácilmente explicable. En efecto, nuestro espíritu hermético de país corrido hacia el sur, se identificaba fácilmente con los caracteres del norte frío; reconocía a veces su propio paisaje en las descripciones de los rusos o noruegos, los bosques helados, de árboles enteramente verdes, la nieve omnipresente, las girantes estaciones.

 

¿Qué leíamos? De todo, pero entre todo quedan algunos títulos preferidos. Costa Ber1ing, de Selma Lagerlof ; El Desafío de Kuprin, Pan de Knut Hamsun, nos embriagaron un momento con su mundo pasional, fuertemente humano, saturado de un romanticismo rudo y poético.

 

“El amor, como las lágrimas, aspira a ser recíproco. Cuando sufre el alma de un gran pueblo, toda, la vida está perturbada, los espíritus vivos se agitan y los que tienen un noble corazón inmaculado van al sacrificio”. Así empieza el primer capítulo de Sachka Yégulev, titulado “La Copa de Oro”, de Leonidas Andreiev, que Pablo Neruda leía en esas ediciones verde amarillas de bolsillo editadas por Espasa Calpe. ¿Quién era Sachka Yegulev?, Uno de los tantos héroes creado por los escritores que prepararon la revolución rusa. Por amor a la justicia se hizo capitán de bandidos. “Triste y tierno, amado por todos a causa de la pureza de sus pensamientos, unos labios sedientos bebieron su sangre y pereció muy joven, de una muerte solitaria y terrible”. “Murió maldito de los hombres y nadie puso una cruz sobre su tumba desconocida”. “Pero su madre vive y lo llama: -¡Sachka, dulce hijo mío!”

 

Libro preferido por Neruda durante un tiempo, solía recomendarlo y defenderlo, a veces, cuando los críticos implacables de las tertulias estudiantiles lo hallaban disolvente y nihilista.

 

Algo debe haber influido en la formación de sus sentimientos adolescentes cuando, en un momento dado, eligió el nombre de Sachka para firmar párrafos de comentarios literarios en la revista Claridad. Sólo que, como todas las cosas que lo han influenciado, este libro, cómo otro cualquiera, pasó pronto a no ser más que un ingrediente al tanto por mil en su personalidad.

 

Leyendo hoy día el Costa Berling, algunos libros de Dostoyewsky o de Puschkin, algo al fin con cierta fuerza de algunos poemas de Crepusculario y 20 poemas, surge de sus páginas una musicalidad grave correspondiente a un tono vital, ensimismado y pasional. De sus páginas surgen hechos, escenas, palabras extrañamente evocativas, como aquella reunión de los hombres en el bosque frío alrededor de una hoguera, una noche, cuando de pronto rompen el silencio cantando cada uno una parte de aquella canción: “Mi pequeño serbal, mi serbal verde, ahora sí, eres grande, mi verde serbal. ¿Cuándo, pues, mi pequeño serbal, te hiciste grande y fuerte? Yo, el serbal verde, ya me he hecho grande bajo el cielo frío de otoño, el viento; las lluvias y las tempestades, Ante la voz poderosa de Kolesnikov, sonidos violentos y amenazadores -dice el autor- subieron al cielo nocturno, agitaron las llamas de la hoguera, y las chispas, espantadas, se levantaron como un tropel de pájaros rojos por encima de las copas de los árboles silenciosos”.

 

En la voz de Ptruchka que replica al punto se oye, en cambio, “un dulce lamento, un dolor melancólico, una invocación a los espacios infinitos”.

 

Hogueras, el cielo nocturno, frío de otoño, pájaros, los espacios infinitos recuerdan palabras, sensaciones de ;a poética de Neruda, pero hay algo más que eso, salido de allí, y es la actitud humana, cuyo principio ideal es el individualismo como compendio y suma de la existencia, en el yo están todas las leyes comprendidas, la humanidad no puede sostenerse sino en virtud de la superación del hombre en sí. El romanticismo que importa esta actitud se realiza mediante los conceptos absolutos de sacrificio, honradez, amor, verdad, orgullo y fatalismo.

 

Se equivocaría quien creyera, sin embargo, que estas disposiciones evocativas establecen el resorte interno de la poesía nerudiana, pues la calidad de ella y el alto tono que alcanzó más tarde se explican solamente por la riqueza palpitante de su gran temperamento. Las influencias literarias son inmediatamente consumidas en él por un violento proceso de combustión que elabora sólo lo que a él le pertenece. Cuando leía a Andreiew, por ejemplo, escribía los últimos poemas de Crepusculario en la jornada simbolista que iba llegando a su fin. Veinte poemas de amor y una canción desesperada, en los cuales pueden encontrarse, examinados al microscopio, algunos de los elementos a los que me refiero, sólo aparecen dos años más tarde.

 

Dentro de la literatura se movía con una sedienta y ensimismada curiosidad. Ya entonces existía en él una vinculación directa entre los poetas preferidos, las ideas que le interesaban y la práctica de la vida; incorporaba enseguida todo estímulo intelectual a su ser íntimo, en forma indivisible. No hay más que una posición vital para él, en la cual están comprendidos todos sus sentimientos. Niega toda doble personalidad. Su persona literaria y su persona civil son absolutamente una misma cosa. Por esto fue desde sus comienzos un poeta ciento por ciento, hombre y poeta indistinguible, una misma entidad anímica en, un alma ilimitada y ardiente.

 

La generación de Neruda leía mucho a Marx, a Engels, a Schopenhauer, pero especialmente a Nietzche, que era más seductor por su lenguaje lírico y estaba más cerca de la filosofía del individualismo, limítrofe del anarquismo, que tanto atraía a la juventud ideológica chilena. Ahora bien, dentro de esta literatura había un libro especialmente extremista y desatado de

 

Max Stirner, llamado El Unico y su propiedad, que casi todos leímos –me imagino que también Neruda- atraídos, como por el uso de un explosivo peligroso, por sus ideas.

 

“Buscaos a vosotros mismos, -decía Stirner- dejad vuestro loco intento de ser algo que no sois. Sed vosotros mismos. No sólo debe destruirse el más allá fuera de nosotros, sino también el más allá en nosotros. Muchas cosas sacrificaría con gusto a los otros incluso mi vida y mi libertad, pero no Yo mismo”, etc. El mísero filósofo de Bayreuth no reconocía Dios ni Ley y en su afán salvaje de afirmación individual, decía que hasta la conciencia nos hacía esclavos.

 

No creo, francamente, que estas obras tuviesen una influencia avaluable en los caracteres de entonces; se leían y se dejaban, pero es muy pro- bable que contribuyeran a acentuar el ámbito ideológico con vibraciones que venían no se sabía precisamente de dónde.

 

Lo cierto es que había una manera intelectual de pensar más o menos parecida; el anarquismo estaba en boga, y si bien políticamente no contaba demasiado, intelectualmente constituía una actitud espiritual sobresaliente. Neruda no podía quedar fuera de esto.

 

Recuerdo que además de Andreiew, Gorki, Tolstoi, Dostoyewski, etc., leía también poesía de todos los idiomas y entre todos a D’Anunzio, siguiendo la línea de exaltación del yo, Maeterling, Rodembach, Valery, Machado, Paul Eluard, pero también a Gómez de la Serna, Marcel Schwab, etc. Sería imposible hacer una lista, ni siquiera aproximada, de títulos y autores. No he visto nunca una colección más completa de obras de Pío Baroja que la que había por aquel tiempo en la habitación estudiantil del poeta, en barrio contiguo a la Avenida España En su carácter pasional lo llevaba todo hasta el agotamiento. Era ese cuarto de estudiante una síntesis de su fisonomía; en la pared, como un símbolo había, por ejemplo, un grabado le tamaño de una página corriente de revista, vagamente coloreado tras un vidrio con tafilete, representando al joven Chesterton que yacía exánime en el lecho de una alta buhardilla. Este adolescente, que se suicidó a los 17 años, pudo ser el primer poeta de Inglaterra.

 

Lo acompañaba como una extraña incitación de la cual nunca hablaba, pero que hoy pienso que correspondía a su visión sombría de términos absolutos, de la vida. Uno de sus libros preferidos era el Duwroky de Puschkin, lo que tal vez algo significa también, en el bosquejo de sus sentimientos. El amor a la justicia como un ideal. Está dentro de la vivencia exaltada del yo, la fatalidad de un destino de sacrificios debe ser aceptado más allá de los límites mediocres de la vida, hasta el fin.

 

Este período biográfico de Neruda sobre el cual anotamos estas fugaces impresiones personales, período hecho de rigor y severidad para consigo mismo, de ardientes lecturas y cavilosas mis adivinaciones en el cual cultivó muchos conceptos radicales de la vida, terminó, de pronto, poco después de cumplir veinte años, allá por el año 1924, época en que, rompiendo la obscura crisálida del alma adolescente empezó a interesarse por todo lo que hasta entonces había excluido, voluntariamente, de sí. Hasta aquí sus amistades y relaciones intelectuales eran seleccionadas rigurosamente en virtud de sus ideas categóricas, sobre los valores. En adelante amplió mucho su visión del mundo, interesándose por todo en forma más cordial y humana; perdió un poco de rigidez, dejándose ganar naturalmente, por la simpatía y calor de los seres y las cosas cuotidianos.

 

Al escribir estas líneas con ocasión de habérsele otorgado el Premio Nacional de Literatura, después de la hermosa obra realizada en el idioma hasta el punto que escritores de renombre indiscutido -lo juzgan el más grande poeta vivo de la actualidad[1] , pensamos que hay una consecuencia       en su carrera literaria que, como una línea melódica, viene de sus más lejanos comienzos, sube, se agudiza, se amplía, cambia de dirección, se hace penetrante o grave, es polifónica o dibujada, pero es siempre la misma y es su conducta vital.

 

Ya lo dijimos. Nunca ha hecho distinciones en la manera de comportarse, y es íntegro, actúa como piensa, siente como escribe; hay una cohesión fan estrecha de sus facultades y sentimientos, qué llega a desdeñar todo análisis. “Líbreme Dios, de inventar nada”, dice en un poema de Residencia en la Tierra. Pues bien, esta exclamación corresponde ya, exactamente, a su punto de vista en Crepusculario. Recuerdo que, en 1923, se negó terminantemente a explicar aquel verso de Farewell que dice: “Estoy, triste, pero siempre estoy triste” para resolver una discusión literaria entre un poeta de la época y una señorita de Chillan.

 

Dijo exactamente que no tenía qué decir, que lo tomaran como quisieran; los versos estaban allí. A mi modo de ver, esto significaba sin embargo que él mismo no lo sabía, que nunca había pensado en ello y, además, que se negaba a hacerlo, porque, la poesía no se piensa, sino se la disfruta como un hecho, se la siente. Lo cual no entraña de ningún modo que propiciara una poesía vocacional, sin sabiduría. Pocos escritores he conocido con un conocimiento más cabal de las preceptivas y, al mismo tiempo, con más experiencia poética; no ignora nada.

 

Solamente que, como siempre, incorporó todos los recursos de oficio a su ser íntimo; hasta convertirlos en mecanismos funcionales que obedecían igualmente, y al mismo tiempo, a las facultades intelectivas y a la intuición. Esto para mí es evidente, al extremo de que me explico así en gran parte la fuerza musical de la poesía nerudiana, por la costumbre inveterada que tenía de joven de recitar con voz sentenciosa, gravemente emocional, versos de su preferencia -suyos o ajenos-, mientras cumplía cualquier menester de la vida privada, arreglaba libros o se afeitaba la barba. La cláusula nerudiana es completa en el sentido de que no se corta en el aire, rodando va encadenada a sí misma dando vueltas hasta que cae, completando el sentido y la sonoridad de la frase. Está condicionada, perfectamente, a pausas de respiración, de su respiración.

 

A este respecto, debemos agregar una vez más[2] que esta cohesión psicológica tan íntima de su vida, explica lo directo de su lenguaje literario. No hay nada más claro que sus alusiones y representaciones poéticas. No tienen secreto; siempre se refieren con exactitud a lo que dicen literalmente y toda interpretación sabia y problemática de cifra ideológica, es, generalmente, gratuita. La mejor manera de leerlo es dejar de lado las defensas y preparaciones que se utilizan corrientemente para los versos, sacarse las escafandras y armaduras de que sucesivamente nos han investido los santones de la caballería literaria, y leer las palabras escritas en el alfabeto de uso común. Nos encontramos, entonces, con un alma generosamente humana de nuestro tiempo, un ser de una clara inteligencia, excepcionalmente dotado para cantar, que dice siempre lo que sucede, en un emocionante lenguaje poético. Cuando sus versos son invertebrados y obscuros, ellos corresponden a estados de ánimo confusos, sin explicación -lo cual le sucede a cualquiera-, vagamente rasguñados por alusiones y palabras, pero estos mismos constituyen la excepción de su obra. El misterio complejo de la vida humana que nos alcanza por igual a todos y a cada uno de nosotros, es un único misterio.

 

Aunque no soy partidario de definiciones anticipadas, aún siendo ciertas, por la incertidumbre del lenguaje, que, cuando menos, nos dan un discurso incompleto de lo que queremos decir, pienso, sin embargo, que es útil fijar, finalmente, que el individualismo filosófico, en Chile, tan pernicioso en los movimientos políticos, por la desintegración que ha traído consigo como consecuencia del desborde personalista, ha servido, en, cambio, a maravilla, para, templar la condición interna de una extraordinaria personalidad literaria.

 

1933

 

en: Revista de educación. Santiago de Chile, 30 de agosto de 1945

 

 

[1] Louis Aragón.

[2] Recital poético de Pablo Neruda en el Teatro Miraflores, con comentarios.

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