Diciembre 22, 2024

Neruda y su Canto general. Algunas referencias elementales

Por Jaime Quezada R.

 

 

I

 

Hay una reveladora y bien simbólica fotografía que anda en los álbumes nerudianos testimonialmente por ahí, con un Pablo Neruda firmando ejemplares del Canto general. Junto a él los muralistas mexicanos Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, firmando también los mismos ejemplares de aquella especial edición. Es la noche del 3 de abril de 1950 en la ciudad de México. Rituales y ceremoniosos, alrededor de una mesa iluminada por un candelabro de altas velas, los tres dadores de poesía y de arte y de vida entregaban al mundo aquella ferviente y vasta obra del poeta chileno.

 

Efectivamente, la primera edición de Canto general, especial y limitada a 500 ejemplares, con guardas de Diego Rivera (ilustraciones de una América prehispánica) y David Alfaro Siqueiros (ilustraciones de una América contemporánea), se imprimió, sobre papel Malinche de fabricación mexicana, en los Talleres Gráficos de la Nación, ciudad de México, 1950. A su vez, en Chile, y casi simultáneamente con la publicación mexicana, una edición clandestina, con pie de imprenta ficticio (Canto general, Imprenta Juárez, Reforma 75, Ciudad de México) burlaba las censuras y desventuras contingentes de la época. La obra, en papel pluma y con ilustraciones y viñetas del pintor chileno José Venturelli, llevaba una nota introductoria —“Neruda, poeta y soldado combatiente del pueblo”— que, a manera de prólogo, firmaba Galo González, entonces secretario general del Partido Comunista en la clandestinidad.

 

El magno poema se abría así públicamente hacia los ríos del canto: “Por fin, soy libre adentro de los seres”, dirá Neruda en un definitorio verso hacia las estrofas finales del soberbio libro. Libro común de un hombre, pan abierto en esta geografía. Esa geografía de su patria de Chile y de su continente americano. Porque Canto general viene a ser la primera epopeya moderna fundamentada en una concepción dialéctica de la historia de los pueblos americanos. El mismo Neruda, en unas reflexiones nada improvisadas sobre sus trabajos, formula su declaración de principios en torno a este cíclico gran texto:

 

En la soledad y aislamiento en que vivía y asistido por el propósito de dar una gran unidad al mundo que yo quería expresar, escribí mi libro más ferviente y más vasto: el Canto general. Este libro fue la coronación de mi tentativa ambiciosa. Es extenso como un buen fragmento del tiempo y en él hay sombra y luz a la vez, porque yo me proponía que abarcara el espacio mayor en que se mueven, crean, trabajan y perecen las vidas y los pueblos.

 

II

 

En 1950, al publicarse originalmente Canto general, Neruda no tiene todavía medio siglo de residencia en la Tierra, aunque él fecha su canto: “Hoy 5 de febrero, en este año de 1949, en Chile, en Godomar de Chena, algunos meses antes de los cuarenta y cinco años de mi edad.” Pero había ya en Neruda una sorprendente, trascendente e intensa obra que le daba meritoriamente nombre, presencia y proyección en la literatura poética del continente y del mundo. Desde su inicial Crepusculario (1923), ese bello y casi secreto libro de desaliento adolescente y de fragancia de lilas conventuales, a Residencia en la Tierra (1935), otro fundamental libro que tipifica un singular y único lenguaje, una manera de escribir en sus arrobamientos existenciales y metafísicos, libro hito en la poesía universal y contemporánea. Y desde sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), poema cumbre y paradigmático en su universalidad de amor, a España en el corazón (1937), libro tan dramático como veraz, tan descarnado como denunciante de la guerra fratricida de España.

 

Con este último libro —España en el corazón—, Neruda asume su deber de poeta de utilidad pública. Es decir, de puro poeta, “porque la poesía tuvo siempre la pureza del agua o del fuego que lavan o queman”, como él mismo dice. Al entregar ahora su memorable himno a las glorias del pueblo en la guerra, el poeta tiene una visión diferente del mundo. El mundo ha cambiado y su poesía también. Aunque lo que ha ocurrido, en verdad, es una evolución, un evidente desarrollo de su poesía latente desde sus temas primeros. “Cuando la tierra florece, el pueblo respira libertad, los poetas cantan y muestran el camino”, escribirá después en su Viaje al corazón de Quevedo (1947). O sea, al fondo del pozo de la historia.

 

Aquel contacto tan intenso y vivencial con la España que se vivió en la década del treinta (años 34 al 37), con su corazón quemante y estrellado, lo había fortificado y madurado, entregándose a su trabajo poético con más devoción y fuerza. El subjetivismo romántico y melancólico de sus poemas de amor (preguntaréis ¿y dónde están las lilas?) o el patetismo doloroso y angustiante de sus Residencias (y su metafísica cubierta de amapolas?) tocaban a su fin, al menos en sus intenciones oficiosas. Neruda se preguntará entonces: “¿Puede la poesía servir a nuestros semejantes? ¿Puede acompañar las luchas de los hombres?” Y se responderá a sí mismo, en un yo plural hacia todos: “Me pareció encontrar una veta enterrada, no bajo las rocas subterráneas, sino bajo las hojas de los libros. Yo había caminado bastante por el terreno de lo irracional y de lo negativo. Debía detenerme y buscar el camino del humanismo, desterrado de la literatura contemporánea, pero enraizado profundamente a las aspiraciones del ser humano. Comencé a trabajar en mi Canto general.”

 

Frases más o menos semejantes, y en una actitud de cabal compromiso con su vida y con su obra, dirá también Neruda al clausurar el Congreso de la Paz, celebrado en la ciudad de México (agosto de 1949) y al que asistían escritores, artistas, científicos e intelectuales de todo el mundo. En su discurso, Neruda se refirió no sólo a los deberes del escritor frente al peligro de guerra que amenazaba a la humanidad, sino también condenaba, “por escapista”, la moda literaria “existencialista” que irrumpía en la literatura de esos días. Neruda llegaba, incluso, a enjuiciar su propia obra anterior a 1936: “Ninguna de aquellas páginas llevaba en sí el metal necesario a las reconstrucciones; ninguno de mis cantos traía la salud y el pan necesario. Y renuncié a ellas.”

 

Un bienvenido Neruda asistía a aquel Congreso mexicano como un “aparecido” después de varias vueltas de exilio y de errancia por países de la Europa del Este, de Francia, y muy lejos de su patria natal de Chile, país que en febrero de 1949 dejó atrás al cruzar la cordillera de Los Andes por la región sur-austral del territorio entre avatares y circunstancias políticas de la época. Y después, también, de haber concluido su ambicioso y épico libro: “Aquí dejo mi Canto general, escrito en la persecución, cantando bajo las alas clandestinas de mi patria.”

 

III

 

Durante la década 1940-1950 Neruda mismo es la historia. Ya no puede vivir sino en su patria. Necesita poner los pies, las manos y el oído en ella. Necesita sentir la circulación desus aguas y de sus sombras. Necesita sentir cómo sus raíces buscan en ella las sustancias maternas. Este redescubrimiento de la patria le llevará diez años de escribir su Canto general, una de sus obras más marcadamente importantes. Y que tiene una fecha y un hito referencial: México, 1950. Antes, el año 1945, había sido elegido senador de la República. Representaba en el poder legislativo a las provincias chilenas nortinas de Tarapacá y Antofagasta, regiones de desierto y de salitre: “Yo traía la arena, la pampa gris, la Luna ancha y hostil de aquellas soledades, la noche del minero.” No sólo lírica poesía, entonces; dramáticas realidades también en sus tareas de senador del pueblo. Era dura la patria allí como antes: “Hermano Pablo, no hay agua, no ha llovido. Nuestras vacas han muerto arriba en la cordillera” (Las flores de Punitaqui).

 

En el verano de 1948, después de un histórico y lapidario discurso —su Yo acuso—, leído en una sesión del Senado, al que se agregaba antes su escrito-arenga Carta íntima para millones de hombres, Neruda se hará autor, para el gobierno de la República de la época, de delito de lesa patria, o reo por injurias y calumnias contra el presidente Gabriel González Videla (mandatario radical, elegido un par de años antes con gran apoyo de votos comunistas y con un Neruda como jefe de campaña y el slogan de “El pueblo te llama Gabriel”, y que andado el tiempo violentaría sus lealtades y compromisos gobiernistas y partidarios). Desde febrero de ese año, ya desaforado por los tribunales de justicia de su investidura de senador, Neruda vivirá clandestinamente, oculto de casa en casa, prófugo y fugitivo, y luego saliendo al destierro semejante al protagonista de su propia novela —El habitante y su esperanza— que había escrito en 1926: “Yo escogí la huida a través de pueblos lluviosos, con la desesperación de salir de ninguna parte y llegar allí mismo.” Al recibir el Premio Nobel de Literatura 1971 (“por una poesía que con la potencia de una fuerza natural hace revivir los sueños y los destinos de un continente”), Neruda recordará, en su discurso ante el rey de Suecia, Gustavo Adolfo, ese episodio errante y clandestino de su vida. Tal era la importancia que le daría a la gestación de su Canto general que canta, precisamente, a ese continente de la América en sus sueños y destinos.

 

En esa intranquilizadora vida clandestina del poeta, que no se sabe cuándo va a terminar, Neruda escribirá, texto a texto, gran parte de su Canto, que vino gestándose y planeándose cuidadosa y documentadamente por su autor. Cuenta Neruda:

 

Siempre estuve buscando tiempo para escribir el libro. Para escapar a la persecución no podía salir de un cuarto y debía cambiar de sitio muy a menudo. Desde el primer momento comprendí que había llegado la hora de escribir mi libro. Fui estudiando los temas, disponiendo los capítulos y no dejé de escribir sino para cambiar de refugio. Los capítulos que escribía eran llevados inmediatamente y copiados a máquina. Había el peligro de que si se descubrían se perdieran los originales. Así pudo irse preservando este libro. Me hicieron también una copia especial que pude llevarme en mi viaje. Así crucé la cordillera, a caballo, sin más ropa que la puesta, con mi buen librote y dos botellas de vino en las alforjas.

 

Así, ese “buen librote”, ese libro que llevaba en su cartapacio un título falso de Risas y lágrimas (“no le quedaba mal el título”, dirá Neruda después), iba a ser nada menos que Canto general de Chile y luego, definitiva y simplemente, Canto general, en una definición tutelar de identidades patrias y americanas: “Muy pronto me sentí complicado porque las raíces de todos los chilenos se extendían debajo de la tierra y salían en otros territorios. O’Higgins tenía raíces en Miranda. Lautaro se emparentaba con Cuauhtémoc. La alfarería de Oaxaca tenía el mismo fulgor negro de las gredas de Quinchamalí en Chillán de Chile.” De ahí entonces que la obra toda —“mi libro más importante”, confiesa el autor— se despliega a través de sus 15 capítulos en la creación o comienzo del mundo americano (La lámpara en la Tierra) con sus ríos, cordilleras y pampas planetarias a un Yo soy, hacia las páginas finales en ese yo plural de tantos y de todos: “No me siento solo en la noche, soy

pueblo.”

 

IV

 

En Canto general Neruda funda la realidad poética de un continente en su historia, en su testimonio, en su documento. Epopeya moderna en la emancipación de los pueblos americanos. Crónica toda, también, a la manera de los grandes cronistas de otros tiempos. El mismo Neruda lo reafirmaba al hablar de sus libros en la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile (1964): “El poeta debe ser, parcialmente, el cronista de su época. La crónica no debe ser quintaesenciada, ni refinada, ni cultivista. Debe ser pedregosa, polvorienta, lluviosa y cotidiana. Debe tener la huella miserable de los días inútiles y las execraciones y lamentaciones del hombre.” Cierto. Mucho de fundadas execraciones y lamentaciones del hombre hay aquí, en la tierra que se llama Juan, que se llama pampa, que se llama hombre del nitrato. Y, a su vez, cuántas frases-versos y nombres estigmatizadores caen como lingotes ardiendo y que bien se definen en estos certeros decires: “Es dura la verdad como un arado. Pero mi palabra está viva, y mi libre corazón acusa.”

 

De esa dura verdad y de ese libre corazón devienen los vastos registros del poema en el lírico, épico, oratorio, epopéyico, libertario, íntimo y plural tono de su canto. De la biografía personal del poeta a la biografía de todos, de las selvas australes a las alturas y testimonios precolombinos (¡Sube a nacer conmigo, hermano!), de los libertadores a los ríos del canto, de la cueca de Manuel Rodríguez a la música de Tata Nacho en el corrido a Emiliano Zapata: Borrachita me voy hacia la capital. Que si habrá de llorar pa’ qué volver. De la historia sin mito de los pueblos totales a esa “unidad de mundo y de manos congregadas” que proclama tutelarmente el autor. Y, en fin, Neruda entra en Canto general, y en lo más meridiano y vigente y medular del siglo XX a remirar y a convivir con un país (Chile) y con un continente (América). Un revisar, con sentido de pretérito y de porvenir su historia: desde la paz del búfalo hasta las azotadas arenas de la tierra final. Su Amor América, en definitiva.

 

Aquí me quedo

con palabras y pueblos y caminos

que me esperan de nuevo, y que golpean

con manos consteladas en mi puerta.

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