Por Pedro Lastra
Fue al leer un comentario sobre un libro suyo que me enteré de que Efraín estaba en Chile desde hacía ya algún tiempo, cuando yo lo imaginaba en otras y difusas lejanías. Lo había visto por última vez en 1963, disponiendo su partida a China, y si al comienzo nos solíamos comunicar, esa distancia suya, su silencio solo interrumpido por la publicación de sus libros y mi propio distanciamiento nos habían separado. Solía tener noticias suyas por viajeros con los que el azar me juntaba, pero en estos 54 años su presencia y su compañía, sin embargo nunca olvidadas, sólo residían para mí en las apariciones que el recuerdo suscita y la memoria alimenta. Después de tanto tiempo nos hemos reencontrado y continuado nuestros viejos diálogos, como si fuera ayer.
Empezamos juntos nuestras andanzas literarias, en 1954: él con una madurez y un sentido de lo poético y de sus exigencias que por cierto yo no tenía, y siempre lo vi y lo sentí como un poeta singular, al encontrar en su escritura una tonalidad diferente y una sabiduría en su trato con las materias, con la naturaleza y con las relaciones del hombre con el destino de los otros: de eso habla su poesía, en la continua recurrencia a los viejos símbolos que refieren a lo familiar, a lo cotidiano, al ámbito natural que nos rodea, múltiples símbolos de cercanía que día a día conforman y confirman hasta con su sola presencia la plenitud de la vida y nos invitan a su celebración.
En 1961 compartimos una convivencia -esa es la palabra justa-, y por muchos meses, como becarios del segundo Taller de Escritores que patrocinaba la Universidad de Concepción, gracias a la iniciativa y al empeño de Gonzalo Rojas. Éramos diez, como en la legendaria empresa que Pedro Prado había animado a comienzos del siglo, y que el año 60 había congregado a otros diez entre los más notorios escritores de ese tiempo: Enrique Lihn, Jorge Teillier, Miguel Arteche, Nicomedes Guzmán, Pablo Guíñez, Cristián Huneeus, entre otros. Ahora concurríamos a ese prolongado simposio Efraín, Raúl Ruiz, Luis Domínguez, Guillermo Atías, Jaime Valdivieso, Luis Vulliamy y otros escritores jóvenes.
Fue aquel un tiempo lleno de lecciones y experiencias, vitales y literarias, cuya recensión debo dejar en suspenso, por ahora; pero que bien valdrían, acaso, una mejor crónica. Sólo me detengo, pues, en cuanto tiene que ver con Efraín: su proyecto fue un libro titulado El regreso, publicado ese mismo año, lo que habla de inmediato de la capacidad y de la constancia creadora de nuestro amigo. Nos impresionaba la lectura de ese extenso poema, a ratos dialógico, cuyo centro irradiante es la evocación y atracción de la presencia del padre muerto cuya existencia en la palabra del poeta anima en el hijo la plenitud del vivir. Al hablarle al padre en la gran cena de evidentes resonancias mítico-religiosas, lo reconoce como fundamento de la vida que ha dejado, diciéndole:
No recuerdo si al tender tus manos hacia mí,
al tentarlas
y conocer su forma,
he concebido la estructura del mundo.
Atraigo un ejemplo revelador de esa poesía que es, desde luego, una singular elegía, porque ese texto no me parece demasiado distante del espíritu y del sentido de esta nueva obra titulada Escrito está, tensada también en la dimensión elegíaca. Si en El regreso podía seguirse ya la recurrencia a los grandes mitos que figuran el proceso de nacimiento, muerte y regeneración, en Escrito está la presencia fundante es Elena, la esposa desaparecida: dimensión elegíaca, desde luego, pero no en la tonalidad del lamento sino, más bien, como lo señala Naín Nómez en su indispensable prólogo, en la del “exorcismo que conjura a la muerte a través de la transcendencia de la escritura”. Leo la secuencia IX de este memorable poema:
Has muerto pero yo aguardo como siempre
la primera palabra de un poema:
Ese fue tu fin
y es el eterno y diario comienzo de toda mi vida.
Tú mueres en ti para renacer en la carne de mi poesía
y ahora callas un momento para ocuparte de tus hijos.
De eso estoy hecho, de tu presencia viva en todas las cosas.
Resumo ciertas ideas sobre la poesía de Barquero: su condición afirmativa no admite ni se muestra vencida ante las adversidades: es rechazo de la soledad y de la muerte. Poesía de comunión, de celebración de la vida, de los seres y de las cosas que nos rodean cada día, conducta que grabó en Epifanía en 1970 al decir:
Yo vivo una vida más grande que mis límites.
En este sentido, no en el de las llamadas a veces tan ligeramente influencias, su poesía asume y reivindica la estirpe whitmaniana de una manera realmente productiva, y alcanza su dimensión propia a través de recursos personalísimos, que no he visto aún estudiados o analizados: el del uso de la comparación en sus distintos modos, siempre atraída como posibilidad exaltadora de todos los valores y de la hermosura de la vida. Al verso de Jorge Guillén, que dice la convicción profunda de que “el mundo está bien hecho”, Efraín habría de agregarle, sin duda, su invocación a la solidaridad humana.
Aunque en el libro que presentamos es notoria la subyacencia de la angustia por la pérdida de la mujer amada, su singularidad reside, según creo, en el hecho, tan poéticamente significativo, de hacer de esa desdicha un triunfo sobre esa limitación insoslayable de la vida: una respuesta a la pregunta que el poeta Efraín se había hecho en un poema de La Compañera, titulado “Te andan sueños en los ojos”:
Me pregunto: qué se llevaría la muerte
si viniera ahora a buscarte.
Algo, tal vez, pero no todo.
Así lo sentimos también al leer Escrito está, un libro esencial en la tradición de una poesía que logra fundir las vivencias de amor y de muerte en el trato magistral y trasminante de estos textos elegíacos: ayer, el padre; hoy la mujer amada, y en todo la presencia de esa constructiva virtud suya, que tanto admiramos.
Sobre la edición de Escrito está que motiva estas líneas hay que destacar la pulcritud, esmero y belleza de su impresión, en páginas que convienen a la lectura de la poesía, esas páginas que José Martí llamó alguna vez marginosas y por eso invitadoras. La portada, que reproduce las figuras de Orfeo y Eurídice en tan nítido contraste con la blancura del fondo (condensando cuanto nos revelan los grandes mitos creadores) es otro acierto para entregar a los lectores la poesía que nos trae ahora Efraín Barquero.
Del prólogo de Naín Nómez –como de otros de sus estudios dedicados a la obra de Efraín, sus notas para presentar una nueva edición de Mujeres de oscuro aparecida también este año, por ejemplo-, debería exponer más largamente las varias razones que habrán de concitar la gratitud de sus lectores: la certeza de sus juicios y la claridad y rigor de sus formulaciones críticas: Pero tenemos ahora mismo la oportunidad de escucharlo.
Texto leído en la Feria del Libro de Santiago el 29 de octubre de 2017, en la presentación de la obra Escrito está, de Efraín Barquero (Santiago: Lom Ediciones, 2017. 71 p.) Publicado en Revista Cuadeno N78, Fundación Pablo Neruda, 2018.
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