Por Ernesto González Barnert
De los Ermitaños recuerdo ese fuego oriental en que fraguó su lenguaje y conciencia del espacio mental, esa claridad disparatada pero que avanza ominosa por la realidad y el sueño que le da forma a la existencia. Así como la plasticidad de su verso, el espíritu lúdico, noble, de su poesía. Una poesía –la de Alberto Cecereu– que siempre quiere comunicar y acompañar con belleza, aún en el dolor y la injusticia o la locura. Que emociona y educa sin olvidarse de entretener. Y se inserta en un diálogo mayor y consciente de su flujo a través del tiempo, evitando cualquier burrada de subirse al cajón de tomate a pontificar lo obvio, como autoridad moral, centinela, sin dejar por eso de no mostrar una sutil y sagaz capacidad crítica, político-ética de lo que sucede, ampliando siempre los márgenes de lo real, los discursos atrincherados y anquilosados que dominan la época y sobre todo desafiando ese espacio imaginario de lo que algunos llaman lo normal. Creo que ahí es donde su último libro, “El delirio”, opera con desenfado a través de ese camino minado que es la salud mental, las camisas forzadas que nos impone lo social, lo que se cree bien o mal, lo normal. Alberto es un poeta que desestrecha, abre la conversación, reflexiona con emoción y conjuga bien el raciocinio con su sombra en este loco planeta azul sin obviar sus propias intuiciones, lo pertinente de su experiencia, el despliegue de lo ominoso por esta realidad a largos trechos terrorífica para lo vivo y sensible.
–¿Cómo vives la pandemia, el estallido? ¿Qué medidas crees ayudarían a destrabar la situación política?
La pandemia, con miedo. No me da miedo el virus, aunque enferma y hace desaparecer gente. Más miedo me da la sífilis o el cáncer. Lo que me tiene con miedo, es que, a través de la emancipación de la crisis, el poder en todas sus formas se haga cada vez más metido en todas las esferas de nuestras vidas. Con esta crisis, ya se metieron hasta en lo que comemos y bebemos.
Por eso el estallido social me alegra. Es una respuesta a una clase política que es cleptómana y psicótica. Y ese mismo espíritu debe persistir. No podemos permitir más poder al Estado y su clase política, que se queda en sus cómodas casas y granjerías engordando a costa nuestra: de los trabajadores, los intelectuales y los artistas. Por eso, un nuevo pacto social y económico es urgente. Es la única forma para salir hacia el futuro. Pero te digo enseguida, que yo no voy por una Constitución de mil páginas y que le dé más poder a esa tropa de ladrones. El poder es de la gente y ahí debe residir.
–¿Qué le dice el educador e historiador al poeta y viceversa, se llevan bien?
No están separados. Son uno. Soy educador, porque soy un convencido que la educación es una herramienta transformadora de individuos y sociedades. Historiador, porque es el único método científicamente elaborado que explica a largo plazo lo que hoy nos sucede e incluso puede llegarnos a suceder. Poeta, ya que la poesía busca la belleza.
La belleza es irremediable antídoto ante el abundante poder de la noche de los hechos históricos y la poesía por tanto, puede ser pedagógica en ello.
–Desde al 2005, vienes publicando con vigor y entusiasmo, cuál es la columna vertebral que reúne tu trabajo que va desde los poemarios: Noticias sobre la inmanencia (Ediciones Altazor), Los exaltados (2016) por la misma editorial, Los ermitaños, plaquette publicada por Trizadura Ediciones (2018), El delirio (Ediciones Filacteria, 2019) y Viajes (Buenos Aires Poetry, 2020) ¿Qué significa para ti cada uno de estos libros?
Concibo la vida como un viaje. El arte es búsqueda de sentido de ese viaje. En base a lo anterior, la escritura es el vehículo en el cual nos transportamos.
En Los exaltados y El delirio, están los niveles de exposición del individuo a la sociedad, por un lado, y a su propia mente, por otro. En Los ermitaños y Viajes, el proceso de búsqueda, de mudanza y de destino.
En todos ellos, aparecerán la búsqueda del sexo, como identidad disidente y como renuncia a lo heteronormativo. De la crítica política y la autonomía del individuo ante el pesado aparato burocrático. La locura y el desenfreno como opciones de resistencia ante la normalidad.
–¿Cuáles son algunas de las grandes directrices de la escena chilena en estos días a nivel conceptual, si existen a tu juicio?
Hay un gran sentido de búsqueda que giran en torno a la idea de resistencia. Elicura Chihuailaf, Juan Pablo Sutherland, Carmen Berenguer, Malú Urriola, Héctor Hernández Montecinos, Marcelo Leonart, Nona Fernández, Cristóbal Gaete, son voces que vienen décadas trabajando en el código de la resistencia. Ahí hay un trabajo interesante que configura esto de la “escena chilena”.
Pero como toda configuración, es arbitraria y faltarán nombres. Lo importante de mi sentencia, es rescatar que el arte sea un espacio que accione algo, como una mecha que permita hacer fuego. De ese modo, es que la resistencia permita transformarse en disidencia. El escritor y el artista no sólo sea crítico al sistema, sino que disidente del sistema. No implica esa idea infantil de excluirse de las redes sociales, que el artista no use celular y se vista sólo con ropa. Nada que ver. La disidencia, se adentra en el sistema y lo pervierte. Se mete y lo transforma. El disidente llega a mimetizarse incluso, lo confundes en la multitud, pero cada vez que puede habla al del lado y lo transforma.
Este país merece una masa crítica de intelectuales y artistas que sean disidentes.
–¿Qué poema tuyo leerías en una sala de clases?
En una sala de secundarios, leería Ascensión, un poema que aparece en Los ermitaños. Y quién me dijo que siempre lo leyera a mis alumnos, fue mi amigo Ennio Moltedo. Le encantaba ese poema.
Para quienes fueron mis alumnos cuando hacía clases de postgrado, le leería el poema 33 de El delirio.
Pero ya no estoy haciendo clases hace cinco años. Así que les leería a todos en las esquinas donde venden sopaipillas.
–¿Qué libros, arte, música le estás hincando el diente esta temporada?
Escucho música, todo el día, todos los días, en todo momento. Incluso de manera obsesiva. En este otoño que terminó, estuve muy metido en el rap y hip-hop latinoamericano, canadiense y español.
He vuelto a observar y analizar a Giacamo Balla y Gino Severino del futurismo italiano o Kazimir Malévich con esa fuerza rusa inigualable. Estoy encantado con Hilma af Klint, con un ánimo de rescatar su obra y su legado. Fascinado con Georges Mathieu, con esa obsesión suya por la desobediencia incluso de los mismos cánones del arte y algunos días tratando descifrar a Willem de Kooning.
Esta pandemia me ha obligado a leer mucho. Así que me estoy comiendo los versos de Allen Ginsberg, volver a leer a Enrique Lihn y Pablo de Rokha. Y hace meses, interesado en leer y traducir a los nuevos poetas estadounidenses.
Un espacio quiero dejar para Judith Butler, Michel Foucault – que lo revisito siempre – y María Moreno, quienes me entretienen en las noches.
–¿Un verso o frase llevas como un mantra dentro de ti en estos días aciagos?
Parafrasear al XXVIII Buda Gautama: “El dolor es inevitable. El sufrimiento es optativo”.
–¿Cómo resumirías tu arte poética?
Tengo un libro inédito, La incompleta poesía, donde desarrollo ejercicios sobre la búsqueda de un arte poética y termino ese libro con un Manifiesto en donde resumo mi opción estética. Si me pides síntesis, la poesía es y debe ser la transmutación de la simbología en instrumentos útiles para las revueltas.
–¿Qué poetas o escritores nos recomiendas leer, clásicos, actuales, son sustanciales a tu propia escritura?
Hubo un largo tiempo que estaba obsesionado con Humberto Díaz-Casanueva, José Lezama Lima, Hilda Doolittle, en algo así como un tormentoso período críptico, hermético.
Después me metí con Ezra Pound, Alejandra Pizarnik y T.S. Eliot, en otro tiempo que sentí que me colocaba una venda en los ojos para reflexionar sobre el arte mismo del escribir.
Entonces vino la exterioridad, con Ginsberg, Bukowki, Zurita, Fogwill, Uribe.
A todos ellos hay que visitarlos en un Taller. Siempre en el trabajo del poeta o del escritor, debe entenderlo como Taller, en el sentido de artesano y también de visitar a los colegas del pasado y del presente. Sin prejuicios. Con humildad. Y leer. Sobre todo leer. Algo pasa, que los escritores no están leyendo. Creen que lo que están haciendo ellos, es único e inigualable. Lo único que advierte es que no están leyendo. Quiero creer que, por puro exceso de ego y onanismo, no de ignorancia.
–¿Un libro que nunca has podido terminar de leer?
Ulises de James Joyce. Me ha sido imposible.
–¿Qué viene a tu mente cuando piensas en “poesía chilena”?
Chile es una larga franja de costra. Costra de sangre. De asesinato y masacre. Sufrimiento, miseria y pueblo. No vemos países al lado. No vemos fronteras. Sólo cordillera y mar. Isla total. Eso ha obligado a mirar y tratar de significar la existencia. De buscar una morfología de proyección como país y pueblo. Por eso, es que en Chile se hace una poesía desgarradora, quizás, la mejor de la lengua castellana.
–¿Cómo ha sido tu relación con la obra nerudiana?
Igual como la que tengo con Dios. Pelea. Lucha. Le tiro garabatos. Lo escupo. Lo odio y lo amo. Pero Neruda es creación originaria. Neruda dibujó América. La desnudó y la hizo carne. Neruda es imprescindible, aunque lo neguemos.
–¿Por qué una revista virtual como METRO arte+literatura en estos días es importante?
Esta es una revista hecho con mucho amor y mucho espíritu de resistencia. Hecha localmente en Chile, con un equipo internacional y multicultural, la proyectamos globalmente, lo que hace que hoy tengamos miles de visitas mensuales de más de 30 países.
Tiene una apuesta estética visual que apuesta a un respiro en la maquinaria de la ciudad y a mostrar un abanico de escritores e intelectuales de distintos países.
No somos importantes, pero seremos imprescindibles.