Diciembre 22, 2024

Algunas Reflexiones Improvisadas Sobre Mis Trabajos [1964] Por Pablo Neruda

 

 

[en: revista Mapocho, tomo II, número 3, p. 180-182, 1964]

 

 

Guillermo Feliú Cruz y la Biblioteca Nacional han dedicado este ciclo de estudio a mis trabajos en un momento apasionado de nuestra vida civil.

 

Al agradecerlo con emoción, debo declarar que esta actitud entraña una responsabilidad intelectual que desafiando el miedo circundante aparece como una ejemplar y luminosa lección de humanismo.

 

Entre los conferencistas, ensayistas y escritores que van a participar en este seminario, yo soy, tal vez, el que tiene una posición más difícil, una posición que oscila entre la ignorancia y el pudor. La ignorancia de mi propia obra y el pudor natural de hablar de ella. Sin embargo, veré modo de hacer una pequeña reseña de algunos de los propósitos o intenciones que impulsaron mi poesía, algunos fracasados y otros madurados.

 

Mi primer libro Crepusculario, se asemeja mucho a algunos de mis libros de mayor madurez. Es, en parte, un diario de cuanto acontecía dentro y fuera de mí mismo, de cuanto llegaba a mi sensibilidad. Pero, nunca, Crepusculario, tomándolo como nacimiento de mi poesía, al igual que otros libros invisibles o poemas que no se publicaron, contuvo un propósito poético deliberado, un mensaje sustantivo original. Este mensaje vino después como un propósito que persiste bien o mal dentro de mi poesía. A ello me referiré en estas confesiones.

 

Apenas escrito Crepusculario quise ser un poeta que abarcara en su obra una unidad mayor. Quise ser, a mi manera, un poeta cíclico que pasara de la emoción o de la visión de un momento a una unidad más amplia. Mi primera tentativa en este sentido fue también mi primer fracaso.

 

Se trata de ese ciclo de poemas que tuvo muchos nombres y que, finalmente, quedó con el de El hondero entusiasta. Este libro, suscitado por una intensa pasión amorosa, fue mi primera voluntad cíclica de poesía: la de englobar al hombre, la naturaleza, las pasiones y los acontecimientos mismos que allí se desarrollaban, en una sola unidad.

 

Escribí afiebrada y locamente aquellos poemas que consideraba profundamente míos. Creí también haber pasado del desorden a un planeamiento formal. Recuerdo que, desprendiéndome ya del tema amoroso y llegando a la abstracción, el primero de esos poemas, que da título al libro, lo escribí en una noche extraordinariamente quieta, en Temuco, en verano, en casa de mis padres. En esta casa yo ocupaba el segundo piso casi por entero. Frente a la ventana había un río y una catarata de estrellas que me parecían moverse. Yo escribí de una manera delirante aquel poema, llegando, tal vez, como en uno de los pocos momentos de mi vida, a sentirme totalmente poseído por una especie de embriaguez cósmica. Creí haber logrado uno de mis primeros propósitos.

 

Por aquellos tiempos había llegado a Santiago la poesía de un gran poeta uruguayo, Carlos Sabat Ercasty, poeta ahora injustamente olvidado. La persona que me habló y me comunicó un entusiasmo ferviente por la poesía de Sabat Ercasty fue mi gran amigo, el malogrado poeta Joaquín Cifuentes Sepúlveda. Por este joven y generoso poeta, que guardaba una admiración perpetua hacia sus compañeros y una falta de egoísmo casi suicida que lo llevó, tal vez por aminorarse, a la destrucción y la muerte, conocí yo los poemas de Sabat Ercasty.

 

En este poeta vi yo realizada mi ambición de una poesía que englobara no sólo al hombre, sino a la naturaleza, a las fuerzas escondidas, una poesía epopéyica que se enfrentara con el gran misterio del universo y también con las posibilidades del hombre. Entré en correspondencia con él. Al mismo tiempo que yo proseguía y maduraba mi obra, leía con mucha atención las cartas que él generosamente dedicaba a un tan desconocido y joven poeta. Yo tenía tal vez 17 o 18 años y aquella noche, después de haber escrito ese poema, decidí enviarle este fruto de mi trabajo en el que había puesto lo más original de lo esencial mío. Se lo mandé pidiéndole una opinión muy franca sobre él, a la vez que lo consultaba si le parecía hallar alguna influencia de Sabat Ercasty.

 

Yo pensé, y mi vanidad me perdió, que el poeta me lanzaría una ininterrumpida serie de elogios por lo que yo creía una verdadera obra maestra dentro de los límites de mi poesía. Recibí poco después, y sin que ello disminuyera mi entusiasmo por él, una noble carta de Sabat Ercasty en que me decía que había leído en ese poema una admirable poesía que lo había traspasado de emoción, pero que, hablándome con el alma y sin hipocresía alguna, hallaba que ese poema tenía “la influencia de Carlos Sabat Ercasty”.

 

Mi inmensa vanidad recibió esta respuesta como una piedra cósmica, como una respuesta del cielo nocturno al que yo había lanzado mis piedras de hondero. Me quedé entonces, por primera vez, con un trabajo que no debía proseguir. Yo, tan joven, que me proponía escribir una larga obra con propósitos determinados o caóticos, pero que representara lo que siempre busque, una extensa unidad, y aquel poema tembloroso, lleno de estrellas, que me parecía haberme dado la posesión de mi camino, recibía aquel juicio que me hundía en lo incomprensible, porque mi juventud no comprendía la lección.

 

No comprendía entonces que no es la originalidad el camino, no es la búsqueda nerviosa de lo que puede distinguirlo a uno de los demás, sino la expresión, el camino encontrado a través, precisamente, de muchas influencias y de muchos aportes.

 

Pero esto es largo de conocer y aprender. El joven sale a la vida creyendo que es el corazón del mundo y que el corazón del mundo se va a expresar a través de él. Terminó allí mi ambición cíclica de una ancha poesía, cerré la puerta a una elocuencia desde ese momento para mí imposible de seguir, y reduje estilísticamente, de una manera deliberada, mi expresión.

 

El resultado fue mi libro Veinte poemas de amor.

 

Pero este libro no alcanzó, para mí, aún en esos años de tan poco conocimiento, el secreto y ambicioso deseo de llegar a una poesía aglomerativa en que todas las fuerzas del mundo se juntaran y se derribaran. Era éste el conflicto que yo me reservaba.

 

Empecé una segunda tentativa frustrada y ésta se llamó verdaderamente Tentativa… En el título presuntuoso de este libro se puede ver cómo esta motivación vino a poseerme desde muy temprano. Tentativa del hombre infinito fue un libro que no alcanzó a ser lo que quería, no alcanzó a serlo por muchas razones en que ya interviene la vida de todos los días. Sin embargo, dentro de su pequeñez y de su mínima expresión, aseguró más que otras obras mías el camino que yo debía seguir. Yo he mirado siempre la Tentativa del hombre infinito como uno de los verdaderos núcleos de mi poesía, porque trabajando en estos poemas, en aquellos lejanísimos años, fui adquiriendo una conciencia que antes no tenía y si en alguna parte están medidas las expresiones, la claridad o el misterio, es en este pequeño libro, extraordinariamente personal.

 

Curiosamente, en estos días, ha llegado a mis manos el manuscrito de una obra crítica sobre mi poesía, muy extensa, del eminente escritor uruguayo Emilio Rodríguez Monegal. No se halla aún impresa y se me ha enviado para que yo la vea. Entre las cosas que allí aparecen he visto que a este libro mío, Jorge Elliott, escritor chileno a quien conocemos y apreciamos, le atribuye la influencia de Altazor, de Vicente Huidobro. No sabía que Jorge Elliott había expresado tal error. No se trata aquí de defenderse de influencias, (ya he hablado de la de Sabat Ercasty), pero quiero aprovechar este momento para decir que en ese tiempo yo no sabía que existiera un libro llamado Altazor, ni creo que este mismo estuviese escrito o publicado. No estoy seguro porque no tengo a mano los datos correspondientes, pero me parece que no. Yo conocía, sí, los poemas de Huidobro, los primeros excelentes poemas de Horizon Carré, de Tour Eiffel, de los Poemas Articos. Admiraba profundamente a Vicente Huidobro, y decir profundamente es decir poco. Posiblemente, ahora lo admiro más, pues en ese tiempo su obra maravillosa se hallaba todavía en desarrollo. Pero el Huidobro que yo conocía y tanto admiraba era con -el que menos contacto podía tener. Basta leer mi poema Tentativa del hombre infinito, o los anteriores, para establecer que, a pesar de la infinita destreza, del divino arte de juglar de la inteligencia y de la luz y del juego intelectual que yo admiraba en Vicente Huidobro, me era totalmente imposible seguirlo en ese terreno, debido a que toda mi condición, todo mi ser más profundo, mi tendencia y mi propia expresión, eran la antípoda de esa destreza intelectual de Vicente Huidobro. Este libro Tentativa del hombre infinito, esta experiencia frustrada de un poema cíclico, muestra precisamente un desarrollo en la oscuridad, un aproximarse a las cosas con enorme dificultad para definirlas: todo lo contrario de la técnica y de la poesía de Vicente Huidobro que juega iluminando los más pequeños espacios. Y ese libro mío procede, como casi toda mi poesía, de la oscuridad del ser que va paso a paso encontrando obstáculos para elaborar con ellos su camino.

 

El largo tiempo de vida ilegal y difícil, provocada por acontecimientos políticos que turbaron y conmovieron profundamente a nuestro país, sirvió para que nuevamente volviera a mi antigua idea de un poema cíclico. Por entonces tenía ya escrito Alturas de Macchu-Picchu.

 

En la soledad y aislamiento en que vivía y asistido por el propósito de dar una gran unidad al mundo que yo quería expresar, escribí mi libro más ferviente y más vasto: el Canto General. Este libro fue la coronación de mi tentativa ambiciosa. Es extenso como un buen fragmento del tiempo y en él hay sombra y luz a la vez, porque yo me proponía que abarcara el espacio mayor en que se mueven, crean, trabajan y perecen las vidas y los pueblos.

 

No hablaré de la substancia íntima de este libro. Es materia de quienes lo comenten.

 

Aunque muchas técnicas, desde las antiguas del clasicismo, hasta los versos populares, fueron empleadas por mí en este Canto, quiero agregar algunas palabras sobre uno de mis propósitos.

 

Se trata del prosaísmo que muchos me reprochan como si tal procedimiento manchara o empañara esta obra.

 

Este prosaísmo está íntimamente ligado a mi concepto de CRONICA. El poeta debe ser, parcialmente, el cronista de su época. La crónica no debe ser quintaesenciada, ni refinada, ni cultivista. Debe ser pedregosa, polvorienta, lluviosa y cotidiana. Debe tener la huella miserable de los días inútiles y las execraciones y lamentaciones del hombre.

 

Mucho me han sorprendido al no comprender simples propósitos que significan grandes cambios en mi obra, cambios que mucho me costaron. Comprendo que mi inclinación fue siempre hacia la expresión más misteriosa de Residencia en la tierra o de Tentativa, y muy difícil fue para mí el arrastrado prosaísmo de algunos fragmentos del Canto General, que escribí porque sigo pensando que así debieron ser escritos. Porque así escribe el cronista.

 

Las uvas y el viento, que vienen después, que quiso ser un poema de contenido geográfico y político, fue también una tentativa en algún modo frustrada, pero no en su expresión verbal que algunas veces alcanza el intenso y espacioso tono que quiero para mis cantos. Su vastedad geográfica y su inevitable apasionamiento político lo hacen difícil de aceptar a muchos de mis lectores. Yo me sentí feliz escribiendo este libro.

 

Otra vez volvió a mí la tentación muy antigua de escribir un nuevo y extenso poema. Fue por una curiosa asociación de cosas. Hablo de las Odas Elementales. Estas Odas, por una provocación exterior, se transformaron otra vez en ese elemento que yo ambicioné siempre: el de una poesía de extensión y totalidad. La incitación provocativa vino de un periódico de Caracas, El Nacional, cuyo Director, mi querido compañero Miguel Otero Silva, me propuso una colaboración semanal de poesía. Acepté, pidiendo que esta colaboración mía no se publicara en la página de Artes y Letras, en el Suplemento Literario, desgraciadamente ya desaparecido, de ese gran diario venezolano, sino que en sus páginas de crónica. Así logre publicar una larga historia de este tiempo, de las cosas, de los oficios, de las gentes, de las frutas, de las flores, de la vida, de mi visión, de la lucha, en fin, de todo lo que podía englobar de nuevo en un vasto impulso cíclico mi creación. Concibo, pues, la Odas Elementales como un solo libro al que me llevó otra vez la tentación de ese antiguo poema que empezó casi cuando comenzó a expresarse mi poesía.

 

Y ahora unas últimas palabras para explicar el nacimiento de mi último libro,

 

Memorial de Isla Negra.

 

En esta obra he vuelto también, deliberadamente, a los comienzos sensoriales de mi poesía, a Crepusculario, es decir, a una poesía de la sensación de cada día. Aunque hay un hilo biográfico, no busqué en esta larga obra, que consta de cinco volúmenes, sino la expresión venturosa o sombría de rada día. Es verdad que está encadenado este libro como un relato que se dispersa y que vuelve a unirse, relato acosado por los acontecimientos de mi propia vida y por la naturaleza que continúa llamándome con todas sus innumerables voces.

 

Es todo cuanto por ahora, en la intimidad, podría decir de la elaboración de mis libros. No sé hasta qué punto podrá ser verdadero cuanto he dicho. Tal vez se trata sólo de mis propósitos o de mis inclinaciones. De todos modos, los ya explicados han sido algunos de los móviles fundamentales en mis trabajos. Y no sé si será pecar de jactancia decir, a los años que llevo, que no renuncio a seguir atesorando todas las cosas que yo haya visto o amado, todo lo que haya sentido, vivido, luchado, para seguir escribiendo el largo poema cíclico que aún no he terminado, porque lo terminará mi última palabra en el final instante de mi vida.

 

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