Noviembre 14, 2024

“Cuentos completos” de Manuel Rojas: humor y ética humanista

 

Francisco Marín Naritelli*

Hijo de padres chilenos, Manuel Rojas nació en 1896, Argentina. Escritor multifacético y hombre de esfuerzo, se desempeñó en los más diversos rubros: pintor, electricista, actor, estibador, lo que le permitió conocer de cerca una realidad siempre en los márgenes de la literatura oficial: la del bajo pueblo. Partió escribiendo poesía, pero siguió con ensayos, artículos, crónicas, cuentos, obras de teatro. Con una pluma sencilla, llana, sin artificios retóricos, se destacó también en la novela con libros como Lanchas en la bahía e Hijo de Ladrón. Dictó clases en Chile y el extranjero, y obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1957. Murió en 1973.

Alguna vez dijo el poeta lárico Jorge Teillier, que “muy pocos han reparado en el humor de Manuel Rojas, excepcional en nuestras letras”. Eso es posible de constatar en los Cuentos completos del autor publicados por Alfaguara en 2019. Un humor irónico, mordaz, recusante de la justicia burocrática.

“Raúl Seguel lo pensó y se decidió. Entre dos riesgos: el de morirse de hambre en la calle o el de que lo silbaran y le arrojaran una silla por la cabeza, prefirió el último, que por lo menos tenía remedio” (cuento La aventura de Mr. Jaiba, pág. 179).

“–Pero ¿qué ha hecho, Rodríguez?

–No es nada –respondió este.

–¡Cómo nada! Casi has ahogado al enfermo. ¿No te dije que apretaras despacio?

–Sí; pero se me pasó la mano.

La tensión nerviosa de los estudiantes se desahogó en improperios contra Rodríguez:

–¡Qué bruto! ¡Qué animal! ¡Le dicen que no apriete mucho y hace lo contrario! ¡Esto es éter, caballo, y no cerveza!” (cuento Historia de hospital, pág. 319).

Porque no siempre lo justo es justo, o sea moral y acatable. Porque la justicia es ciega y muchas veces servil a una clase social privilegiada. Porque lo justo no pertenece a los pobres. Ni acaso. Un cuento representativo es El trampolín donde el narrador toma la decisión de liberar a un preso acusado de un asesinato, totalmente involuntario, luego de la muerte de su custodio, también accidental, a manos de una locomotora que le pasó por encima:

“Tengo un delito sobre mi conciencia. Legalmente, es un delito. Moralmente, y sobre todo para mí, para mi conciencia moral, no lo es. Un tribunal me habría condenado; un hombre a solas con su alma, me perdonaría” (pág. 155).

“Pero ¿merecía aquel hombre que se le diera la oportunidad de librarse de su condena? Me pareció que sí, ya lo había pensado cuando consideré que a pesar de lo que había hecho era, moralmente, inocente (…) La justicia, persona abstracta, había perdido su representante, y mientras apareciera otro aquel hombre estaba libre” (pág. 159).

O bien el cuento El delincuente, donde el narrador, de oficio peluquero y que vive en un conventillo, inicia una travesía nocturna junto al maestro Sánchez, carpintero y que también vive ahí, para entregar a un ladrón y un borracho a la comisaría más cercana. Al final comprenderán que el cumplimiento de la norma no redime sus más profundos sentimientos. Algo cambió.

“Salimos. Y después, el regreso en el alba, patrón, el regreso a la casa; cansados, con los rostros pálidos y brillantes de sudor, sin hablar, tropezando en las veredas malas, con la boca seca y amarga, las manos sucias y algo muy triste, deshaciéndose, por allá dentro, entre el pecho y la espada” (pág. 137).

¿Qué es eso triste? Tal vez el reconocimiento de la misma adversidad, la común precariedad de sus existencias. “Son como nosotros”, pareciera deslizarse en estas páginas. Porque nadie nace bandido ni opulento. Ni pobre o mendigo. Ante todo: la humanidad. Sí, una profunda vocación humanista, libertaria, anterior a cualquier orden social, a cualquier reduccionismo determinista, más allá de naciones o fronteras. ¿Anarquista? ¿Por qué no?

Son reconocibles, en este punto, las constantes analogías entre vida silvestre y humana, en particular, la de los pájaros. Esta sirve para fabular una tentativa emancipadora. Así ocurre en cuentos como Mares libres o Pancho Rojas.

“–Lo terrible es el crimen (…) Lo terrible es el crimen que el hermano fuerte comete contra el débil” (Cuento Mares libres, pág. 390).

“El queltehue, felizmente, Pancho Rojas, no era un ser humano, y vivió y murió como deberían vivir y morir todos los animales y todos los hombres: libremente, sin sometimientos” (cuento Pancho Rojas, pág. 397).

Potencia imaginativa que no es posible sin la descarnada descripción de las condiciones materiales del bajo pueblo, la explotación, las inequidades. Cómo no. En los cuentos de Manuel Rojas abundan, y mucho, la pobreza, la miseria, la juerga. Personajes que viven y mueren, entregados al peor de los azares. Hombres duros, de esfuerzo. Hombres que empeñan su palabra aun de sus vicios o excentricidades. Hombres de vida errante, curtidos por el frío y el viento. Por los hondos cerros, la cordillera. Hombres, niños, incluso religiosos, que no escapan a la inclemencia de la naturaleza o al rigor de la sociedad.

“Hizo a los diez años su primer viaje, como marucho de la cuadrilla de arrieros de su padrino Aniceto, y desde esa edad se echó a andar por el vasto mundo cordillerano” (cuento El rancho en la montaña, pág. 343).

“La vida errante que llevaban los había diferenciado profundamente de los individuos de las demás ordenes religiosas. En contacto continuo con la naturaleza bravía de las regiones australes, hechos sus cuerpos a las largas marchas a través de las selvas, expuestos siempre a los ramalazos del viento y de la lluvia, estos seis frailes barbudos habían perdido ese aire de religiosidad inmóvil que tienen aquellos que viven confinados en los patios del convento” (cuento El hombre de la rosa, pág. 241).

“Pero, claro, estaba cansado. A las cinco de la mañana del día anterior partió desde un caserío perdido en la selva, y acompañado de su fiel Bocaza, en demanda de Osorno: siete horas a caballo, con ese madrugón y sin haber descansado en todo el día. Venía por asuntos de negocios: maderas, animales, máquinas, herramientas para el aserradero” (cuento La suerte de Cucho Vial, pág. 253).

“El administrador da una mirada al obrero. Es la primera vez que lo mira detenidamente, a fondo. No tiene costumbre de mirar con detención a los trabajadores de la empresa (…) Pero esa mañana mira al hombre que tiene delante como se debe mirar a los hombres, de arriba abajo, para saber de ellos no solo lo que dicen o piensan, sino también lo que viven y lo que sienten. El examen le produce angustia; aquello no es un hombre, es un estropajo. Nunca había visto tanta pobreza y tanto abandono” (cuento Poco sueldo, pág. 329).

Van y vienen. Siempre en movimiento. No como el flâneur de Benjamin: distante y contemplativo. Quizás porque el movimiento es centrífugo, escapa de la comodidad. El hambre. Volvemos al hambre. En el pasado. Y también en el Chile pandémico. El hambre sin ascuas, incontenible, el que hace llorar a mares.

“Se detenía en las esquinas y miraba: hacia allá iba una calle, hacia acá otra, por allí una, por allí otra, y las contemplaba huir vertiginosamente, sin saber cuál era la suya, sin poder elegir una, pues todas eran iguales y ninguna le recordaba algo que lo llamara” (cuento Un mendigo, pág. 148).

“Le acometió entonces una desesperación aguda. ¡Tenía hambre, hambre, hambre! Un hambre que lo doblegaba como un latigazo” (cuento El vaso de leche, pág. 142).

“Cuando terminó con la leche y las vainillas se le nublaron los ojos y algo tibio rodó por su nariz, cayendo dentro del vaso. Un terrible sollozo lo sacudió hasta los zapatos. Afirmó la cabeza en las manos y durante mucho rato lloró, lloró con pena, con rabia, con ganas de llorar, como si nunca hubiese llorado” (cuento El vaso de leche, pág. 145).

El hambre no romantizada por una pluma de salón, pletórica de citas y justificaciones bibliográficas, sino por un autor como Manuel Rojas, escritor autodidacta. Sus cuentos son el reflejo de sus obsesiones, del preguntar, del escuchar. Revindican el relato oral como explicación del mundo y sus complejidades. El habla llana y clara, didáctica. El habla sin aspavientos.

“–Y te voy a contar cómo fue, sin quitarle ni ponerle nadita” (cuento El colocolo, pág. 169).

“–El patrón no querrá que lo registremos. –No tengo un cinco más. No miento nunca. Pero si no creen, regístrenme. –No, patrón –contestó rápidamente Pancho el Largo–; nosotros también somos bastante hombrecitos y creemos en su palabra” (cuento Bandidos en los caminos, pág. 238).

Le creemos a Rojas. Con honestidad. Con sencillez. Le creemos porque tenemos el convencimiento de que hay una profunda conciencia de clase, un compromiso. Una ética, la que sostienen sus narradores y personajes.

 

Manuel Rojas. Cuentos completos. Editorial Alfaguara, 2019. 492 páginas.

 

 

 

 

 

 

*Francisco Marín Naritelli

Nacido en Talca, 1986. Periodista y Magíster en Comunicación Política de la U. de Chile. Autor de varias publicaciones en Chile y el extranjero sobre temas tan variados como el voto voluntario, la cultura de masas, la racionalidad médica y los programas de televisión, la eutanasia y el fútbol como imaginario en el cine.

Autor del poemario Otoño (Piélago, 2014), el ensayo de investigación Las batallas por la Alameda. Arteria del Chile demoliberal (2014), la novela Desaparecer (2015) y el libro de cuentos Interior con ceniza (2018), estos tres últimos por Ceibo Ediciones. También formó parte de la antología de cuentos Todo se derrumbó (2018), editado por Santiago-Ander. En 2019 publicó el volumen experimental El perfecto transitivo (Editorial Filacteria).

Exdirector del diario Cine y Literatura (2017-2020), ha escrito en medios como El Dínamo, La Hora o radio Biobío, siendo crítico literario habitual en Ojo en Tinta y El Mostrador. Actualmente asiste al taller literario de Gonzalo Contreras, y se desempeña como profesor de Periodismo en la Universidad Nacional Andrés Bello (UNAB).

 

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