Diciembre 3, 2024

“Uno no tiene que sufrir para ser poeta, la adolescencia es suficiente sufrimiento para todo el mundo” Entrevista a Yanko González Cangas

Por Ernesto González Barnert

 

Uno de los mejores libros de poesía en lo que va del año es Objetivo General (Lumen, agosto 2019) de Yanko González Cangas (1971), libro que reorganiza su poesía a la fecha, insiste en dejarse leer como una especie de “obra gruesa” o página en construcción, evitando la lectura museal de su obra y dando cuenta de ser una de las voces chilenas más jugadas, sorprendentes y hábiles del parnaso local y latinoamericano, aún en plena búsqueda y exploración de sí mismo a través de las voces con que arma y da cuenta en cada volumen de sus indagaciones particulares, intelectuales, sociales.

 

Pocos logran como Yanko, mantener una obra que más allá de sus exploraciones específicas en cada libro –que a la vez son la suma de muchas voces–, tener tal consistencia en su entramado intelectual, sin perder un ápice de lirismo y brutalidad. Porque algo que la obra de Yanko sabe es de la violencia imperante en el retrato general como particular de la sociedad(es) más allá del discurso bienintencionado o cultural.

 

Objetivo general corresponde con todo lo que esperamos en cada lectura de Yanko, lo sitúa en la primera línea como ya algunos lo sabíamos, con su destreza intelectual, dominio de la tradición poética, la ironía brutal que despliega en cada poema y/o libro. El sesgo socarrón a los discursos imperantes desde una actitud nómade y fronteriza.

 

Sin duda, el poeta radicado actualmente por estudios en Inglaterra, con su ventrílocuismo verídico, poético, capta inteligente en cada poema, su belleza tanto como la brutalidad intrínsica de cada asunto sin perder un metadiscurso de fondo, de alcances éticos, políticos y sociales. Y nos lega un primer apronte sustancial, decisivo, único, ineludible.

 

-¿Qué significa en lo personal un libro como “Objetivo General” en tu trayectoria poética?

 

–En mi caso me cuesta hablar de trayectoria, si por ello entendemos un trazado que tiene un principio, algunas estaciones intermedias y una suerte de final o destino buscado. Lo digo porque precisamente el título hace referencia a eso, a aborrecer esa noción de sentido, en su doble acepción, orientación y significado. De hecho, no quiere ser una antología, más bien una suerte de arqueo de mi obra que a través del título hace un auto escarnio de lo conseguido, de “lo logrado” hasta ahora, porque aunque la tentación de ver este oficio como una “carrera”, hiperproductiva, de esas siempre ascendentes y lineales, colmada de publicaciones y medallas siempre está al acecho, yo he publicado poco, muy espaciadamente y sólo cuando he creído probable aportar algo. Ahora, demás está decir que esto último no tiene valor en sí, ni superioridad moral o estética alguna, sólo es cómo yo he vivido la literatura. De ahí que esa sea la burla de Objetivo General, la evidencia de lo apenas conseguido o el despropósito de una meta que ilusoriamente se quiere alcanzar. Por lo mismo, Ernesto, yo no creo mucho en mi trayectoria, más bien en algunos de mis meandros, donde he sido feliz y libre escribiendo. Ahora, claro, a nivel emocional, amical, siempre es una alegría poder convocar a más lectores debido a que mis libros tienen escasa circulación. La colección Lumen, dirigida brillantemente por Vicente Undurraga, es una de las mejores cosas que ha pasado últimamente en nuestro país desde el punto de vista de la divulgación y dignificación de la poesía chilena. En ese sentido, Lumen viene a redoblar el excelente trabajo que ha venido haciendo Matías Rivas en UDP desde hace ya largo tiempo.

 

 

–Citas a Jack Spicer diciendo “la poesía termina en una soga”. A propósito del libro con que abres Objetivo General, ¿Te interesa más el suicidio o el ahorcamiento?

 

–Como es una suerte de obra reunida, Objetivo General contiene libros de distinta época y distintos afanes. Lo curioso del libro a que te refieres -Elábuga- es que es un libro que abandoné al poco tiempo de profundizar en su escritura. Al cumplir 40 años en 2011, les regalé a mis amigos, en una edición de escaso tiraje, un adelanto de 10 poemas de lo que sería a futuro una obra más o menos voluminosa y finalizada. Como sabes, el libro trata de un tipo de suicidio, el ahorcamiento, cuestión no muy feliz de abordar si además lo único que quieres es ahorcarte y, en un estado cada vez más lamentable, no pasas de romper tu fotografía. En su momento comenté lo suficiente sobre Elábuga porque llevaba bastante tiempo dándole soporte investigativo y hasta hice un texto ensayístico paralelo, como guía de escritura, y lo presenté en un encuentro de Escritores de Monterrey. Pero lo concreto es que no pude continuar con el libro porque me hacía absolutamente desgraciado. Así es que lo tiré. Años después, hacia el 2017 cuando Vicente me manifestó su interés por ese libro y mi partida a Inglaterra, probé con mucha cautela retomarlo para corregir o proseguir su escritura. El momento era otro y la perspectiva del tiempo me liberó de varias cosas, obviamente del dolor, pero también del “plan” que se suponía tenía el libro originalmente, que era traducir con más o menos acierto la construcción cultural del ahorcamiento como un procedimiento singular de muerte por mano propia. De tal modo que cuando cité a Jack Spicer en una entrevista de hace ya 8 años, estaba con la bibliografía a cuestas, de la cual finalmente me terminé liberando para abrir Elábuga a otros nombres propios, a otras vidas que se habían autoestrangulado, para reescribirlas. Lo que hace que el libro no sólo muestre todo lo que de triste tiene la angustia y la desaparición, sino también la risa de la herida, la liberación. Para ello fue clave regresar a Marina Tsvetáyeva –Elábuga es el pueblo donde se ahorcó- y encontré en una de sus cartas la señal que necesitaba para acabar -y liquidar- el libro: “todo esto ha sucedido. Mis versos son un diario, mi poesía, la poesía de los nombres propios”. Así fue que me expulsé del libro para entrar en otras vidas. Pero claro, fue difícil auto convencerme de comenzar Objetivo General con Elábuga por primera vez completo, donde pese a algunos entusiasmos y contentos, no deja de circular mucha tristeza. Es ahuyentar a los lectores desde la primera página, por lo que supongo será difícil o lento atraer más lectores que el puñado que a uno le tiene cariño o alguna consideración literaria.

 

-¿Qué le dice el investigador social al poeta y viceversa?

 

–Bueno, no sé si a estas alturas hay un diálogo, más bien hay un coro o un soliloquio a dos voces, porque ya me es difícil distinguirlos como en un principio, en el que me preocupaba por estrujar ambos saberes –la antropología y la literatura- para mover ciertos límites epistemológicos entre ciencia y creación y ver qué resultaba escrituralmente. Ese ejercicio ya está incorporado casi sin querer queriendo. Lo que me dejó el momento inicial de ese diálogo fue, en cualquier caso, un par de cosas valiosas para proseguir insistiendo en escribir. Una es que en antropología, al contrario que en poesía, el “mucho yo” hace estragos y la otra es sostener una risa acre en contra del cientista social omnicomprensivo y el poeta que se toma demasiado en serio. Ahora bien, igualmente interesante de la conjunción entre ambos saberes y perspectivas, es la ruptura de esa clásica separación del viejo pesimista alemán que decía que todas las cosas son espléndidas de ver, pero horribles de ser. La fusión del poeta y el cientista social permite alternar entre el que observa la realidad y el que la padece. Los caminos para llegar a ello, sus procedimientos metodológicos, son aparentemente divergentes, pues al igual que la antropología, la poesía es una suerte de murciélago, no sólo porque vampiriza la realidad, sino porque se guía por ecos.

 

 

–Después de Objetivo General ¿qué podemos esperar? ¿Más Torpedos?

 

 

–Estoy escribiendo Torpedos desde 2014 y en Objetivo General aparece una buena muestra. Es un trabajo que implica varias dimensiones por lo que es lento y, por lo mismo, se ajusta a mi manera de enfrentar la escritura, demorosamente. Como pudiste leer en Objetivo General con las imágenes de registro que acompañan a cada poema, son textos corpóreos que parodian el hastío de aprender lo que se debe aprender, de la obligatoriedad de reproducir una especie de memoria oficial para convertirse en alguien en la vida, algo que se expresa de manera literal no sólo en los sistemas educativos, como aparatos ideológicos tanto del Estado y del mercado, sino también en nuestra socialización cotidiana, a través de los consejos –“no los doy ni dejo que me los den”, decía De Rokha-. Quise responder a ese hastío recreando esas prótesis pobres de la memoria, como los torpedos, que se esconden y mienten ingenuamente sobre lo que sabemos o lo que deberíamos saber. Bueno, crearlos y recrearlos me ha sido largo, porque después de escribir cada poema-torpedo, debo imaginar cómo y dónde puede ser escondido y seguidamente, hacerlos, como en el colegio, con todo el trabajo manual y la delicadeza que esas miniaturas exigen. Además, entre cada grupo de torpedos, se alternan –como supongo pudiste leer- relatos etnográficos de aula, conferencias, discursos académicos, político-educativos, etc. que aún debo seguir transcribiendo, ordenando y procesando de mis cuadernos y libretas de trabajo. Es lento, pero ya va tomando forma y espero publicarlos, quizás, el próximo año.

 

–¿Te gusta que una librería lleve el nombre de tu libro, Metales Pesados, tan significativo para muchos de nosotros?

 

–Bueno, lo veo como un gesto de cariño, de admiración honesta por lo que el libro arriesga y supone o supuso en su momento. Cuando Sergio me pide el nombre Metales Pesados para la librería, yo vivía fuera de Chile y no sabía en lo que esa idea se convertiría finalmente, con el gran trabajo, además, de Paula Barría y el de buenos amigos que han pasado por ahí también, como Víctor López, Aldo Perán y ahora Diego. Cuando vi lo potente del proyecto, la verdad es que yo estaba más alegre por mi amigo Sergio que por el elogio que podría significar que una librería lleve el nombre de tu libro. La mayor parte de su vida como poeta, Sergio la ha dedicado con rigor a la lectura y al mundo del libro, a veces en situaciones biográficas y materiales muy difíciles. Así es que ver consumada la idea constató la valía de él como omnívoro lector y vórtice de diseminación formativa y retroalimentación cultural de obras poco atendidas, descatalogadas o libros sin mucho boato publicitario. Es decir, creo que fundaron una verdadera librería, con la impronta de un auténtico librero, ese que es “casi un libro”, como decía Héctor Yánover los que están, lamentablemente, en vías de extinción.

 

–¿Qué es lo que más te da julepe del Chile actual? Desde la distancia, ¿cómo ves la poesía en el panorama literario chileno?

 

–A veces pareciera que la poesía en Chile se mueve entre los cementerios. Se entierran a unos para desenterrar a otros. Nos cuesta mucho abrir el espacio público para más de tres o cuatro. Una de las fortunas de tener una prensa cultural rica, diversa y abundante, es que te permite tener siempre la cartelera vigente. No sé, en Argentina, en España o acá mismo, en el Reino Unido, uno ve que pasan de William Blake a Yeats, de Robert Graves a Carol Ann Duffy, de Roger McGough a Malika Booker en un ancho y simultáneo cause de publicaciones y reediciones. No hay “rescate”, porque no han sido enterrados, ni desenterrados. Por ello, creo que en Chile algunos premios han sido nefastos. Si bien ayudan a la economía de la escritura y al currículo simbólico del que escribe, le han hecho un daño enorme al lector que se aventura por primera vez a una autora o un autor que es etiquetado y recordado por los premios que no se ganó. Horroroso. Después de la primera línea sobre Lemebel, la segunda sentencia insiste en que nunca le dieron el Premio Nacional. Hace poco murió Lafourcade, después de haber sido enterrado en vida, lo desentierran para enterrarlo de nuevo con la majadería que no había ganado el Premio Nacional. No tiene que ver ni con la falta, ni con la abundancia de premios, tiene que ver con el uso y abuso de ellos en el campo de fuerza socio-literario y también comercial. En ese sentido y tratándose del Premio Nacional de Literatura en Chile, el libro El club de la pelea de Andrés Gómez es brillante, porque señala el revés y el derecho de la trama y uno entiende las consecuencias en las operatorias de canonización y contra canonización que modulan nuestra aldea letrada. El marcaje por la vía negativa creo que tiene derivaciones tristes para nuestra literatura, pues estigmatiza lecturas, autores y obras. Hace poco leí un extracto de una entrevista a Violeta Parra que rescató Guido Arroyo para el libro Materiales de mi canto donde decía “si usted llama triunfar a haber ganado unos cuantos premios y tener varias grabaciones, para mí eso no es más que lavar platos”. De otra manera lo apuntaba un grosero pero perspicaz novelista americano: los premios o las condecoraciones son como las hemorroides, tarde o temprano todos los culos tendrán una.

 

-¿Qué estás leyendo o escuchando ahora?

 

Bueno durante estos años en Inglaterra he tenido que escribir un libro sobre fascismo y juventud, el que terminé y estoy a la espera de que salga publicado. Así es que tuve que leer una montaña teórica sobre fascismo durante todo este tiempo y prosigo hasta ahora. Pero como pasa pocas veces en la vida, mi estancia aquí me ha permitido aprender, traducir, ver y leer mucho y de todo lo que me interesa, pues mi tiempo no fue secuestrado. Así es que además de leer toda la bibliografía posible sobre fascismo, hice lo propio con todas las biografías, contornos o trazos de vida de la gente y las voces que aparecen en Elábuga y también ingresé más o menos ávido, pero no sin dificultad, a la obra de varias y varios poetas del norte de Inglaterra que me interesaban, como Basil Bunting y otros más jóvenes, del sur, como Sam Riviere o Kate Tempest. La ayuda de Jessica Rainey en esto, ha sido vital. También me llegaron en digital o en papel, libros de Chile que he leído con interés y enorme placer, como los de Maha Vial, Leonardo Sanhueza, Óscar Barrientos, Alejandra Costamagna, Mario Verdugo, Roberto Careaga -su biografía sobre Rodrigo Lira- y Alejandro Zambra –que tiene un relato hilarante en su No leer sobre una novia argentina-. También releí hace poco y en digital el incomparable Informe Tapia de Marcelo Mellado. Pero las últimas semanas y debido a una enfermedad que todavía los médicos no pueden diagnosticar, me ha costado mantener el ritmo de lectura. Debido a que a mi vuelta a Chile debo retomar mis labores de director de la editorial de mi universidad, había comenzado a leer toda la obra memorialista de editoras y editores catalanes. Terminé la de Carlos Barral, la de Esther Tusquets, la de Beatriz de Moura y dejé a la mitad la de Mario Muschnik por los mareos y dolores de cabeza. Pero ahí sigo, contento. Uno no tiene que sufrir para ser poeta, la adolescencia es suficiente sufrimiento para todo el mundo.

 

 

 

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