Noviembre 21, 2024

Neruda, poeta del Cerro Florida

 

 

Por Sergio Muñoz

 

Ennio Moltedo es un poeta singular. Con una obra en prosa de gran musicalidad y finura. Fue poeta, editor, cronista, traductor. Publicó los libros: Cuidadores; Nunca; Concreto Azul; Mi tiempo; Playa de Invierno; Día a día; Regreso al Mar; La Noche; Lukas Inédito; Obra Poética; Neruda, poeta del Cerro Florida; Emporio Noziglia y Las cosas nuevas.

Dice Moltedo en su último libro “Las Cosas Nuevas”, publicado el año 2011:

 

No vayas a la capital de reino. Si debes ir a la capital del reino no te presentes en palacio. Si debes ir a palacio cumple los siguientes requisitos: cruza el portón y el patio con paso rápido y mirando siempre al frente, como si fueras dueño -en verdad lo eres-, sal otra vez a la calle por la puerta de servicio, rumbo al horizonte.

 

El 30 de junio de 2011, se presentó en La Sebastiana, la segunda edición del libro “Neruda, poeta del Cerro Florida”, editado por Altazor Ediciones de Viña del Mar. La primera edición había sido publicada por la Editorial de la Universidad de Valparaíso, el año 2006.

En la contraportada del libro, señala el poeta Luis Andrés Figueroa: “Libro para el redescubrimiento de un universo de Neruda llamado Valparaíso y en donde “quien lo descifra se contagia y desde entonces verá y reflexionará distinto, a tientas, pero sin desmayo, como un ciego o un gato que recibe la luz”. Libro en que el poeta vuelve –en mano de Moltedo- de sus distancias y sus islas. Desde sus distantes proximidades. Un libro de muchas navegaciones y un regreso”.

El libro tiene una introducción de Allan Browne y un prólogo de Luis Andrés Figueroa. Consta de 44 capítulos.

A continuación, una selección del libro:

 

 

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Conocí a Pablo Neruda el año 1960. Sara Vial le había regalado al poeta un libro mío recién publicado: Cuidadores. Por intermedio de ella fui invitado a integrarme al Club de la Bota, que presidía Neruda, y cuyos fines últimos, la amistad, la poetisa comenta en su libro Neruda en Valparaíso.

El club funcionaba en el ex Bar Alemán, hoy desaparecido -como tantos y tantas-, y la mesa reservada para el poeta se ubicaba en el primer reservado a la entrada del local.

Naturalmente, un lugar de privilegio, con separaciones de madera tallada y cristales catedral.

Allí, en esa tertulia, se dieron cita personajes notables de la literatura y las artes. Por ejemplo, y sólo cito a uno de ellos para no hacer en exceso u olvido, recuerdo cuando Neruda nos presentó a Alejo Carpentier. A instancias del poeta, Carpentier relató varios episodios ambientados en La Habana colonial. La oralidad del escritor agregaba, sin duda, una cuota adicional de fantasía: Damas de cierta edad recorrían las iglesias de La Habana durante semana santa para dedicarse a cubrir las imágenes de los santos, puesto que dichas damas, se decía, habían quedado “para vestir santos”.

 

 

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Nunca fue fácil llegar hasta “La Sebastiana”. Para mí, que en tiempos de Neruda me tocó vivir en “El Salto”, zona entre industrial y bucólica, me resultaba aún peor. La movilización era escasa y Neruda hacía gala de puntualidad. Como buen anfitrión que era, las comidas formales no comenzaban en tanto no apareciera el último invitado.

Algo característico en el servicio a la mesa eran los cubiertos de madera con borde tallado. En verano, por lo general, el almuerzo se iniciaba con un “gazpacho” -sopa fría-, compuesto por diversas verduras picadas muy finas y mezcladas con algo de aceite y vinagre, todo ello nadando en abundante agua fresca.

Neruda celebraba este refrigerio, aprendido durante su permanencia en España, e instruía acerca de su origen y preparación con mucho detalle. Especialmente se dirigía a aquellos que manifestaban poco interés en consumir el brebaje, entre los cuales me encontraba yo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Neruda era poco aficionado a dar recitales. En compensación hay poetas que viven con las maletas hechas para dar respuesta rápida a sus múltiples compromisos.

Neruda cumplía con e rito en ocasiones especiales y más bien para satisfacer las constantes solicitudes de instituciones culturales o políticas. En esos años los actos de promoción literaria eran restringidos.

No se acostumbraba efectuar presentaciones de libros.

Los “lanzamientos” editoriales de hoy toman su nombre por contaminación con términos legales, deportivos o ligados a la carrera espacial.

Para enterarse entonces de las novedades era necesario visitar las librerías. En ocasiones notables, la editorial publicaba un aviso mínimo en la prensa.

A Valparaíso Neruda concurría, cuando más, una vez cada dos o tres años a leer en público sus últimos poemas. Un acontecimiento. Para iniciados, pues el acto no era divulgado por medio alguno. Recordemos que el poeta era ciudadano no grato para la autoridad y sus sostenedores. Década de los 40 y 50. Una forma de correo subterráneo funcionaba en la villa porteña a espaldas de la prensa y de la policía.

El día del recital el recinto elegido estaba repleto desde temprano. El realizado en el Aula Magna de la Universidad de Chile (hoy de Valparaíso) dejó miles de personas en la calle. Escuchamos al poeta a través de altoparlantes externos.

Otra lectura se llevó a efecto en el edificio “Los Baños del Parque Italia”. Fue peor. El piso del salón principal temblaba bajo el peso del público que aplaudía interminable. No olvido a un joven cerca de mí que repetía cada verso de Neruda al mismo tiempo. Oración en conjunto u homenaje a la poesía.

 

 

 

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He terminado mi trabajo del día y el poeta del Cerro Florida me invita a almorzar ese fin de semana con mi mujer y mi hija. Le agradezco, trato de excusarme, culpo a los quehaceres de Rebeca, a las preocupaciones que causa mi pequeña hija, pero no me cree e insiste.

Siempre fue así. Cumplida una tarea sugería me quedara para alternar con algunas amistades que vendrían a visitarlo. Rara vez participé de estos encuentros. Siempre entendí       -creo que él también- que nuestra relación principal respondía a la necesidad de cumplir un encargo específico. Otras veces me invitaba a un recorrido nocturno para mostrarles la ciudad a colegas extranjeros. Yo explicaba que debía levantarme temprano al día siguiente y llegar hasta la costanera para entrenar con el equipo de boga del Club “Valparaíso”.

Siempre entendí que, desde su biblioteca atalaya, yo debía ceñirme a los aspectos puramente literarios. Allí centraba mi interés y liberaba presiones echado sobre un sillón o dando vueltas por los pasillos.

El poeta aceptaba esta marginalidad mía -quién mejor- y con señal discreta me dejaba en libertad. He aquí un rasgo sobresaliente de su carácter: el don de la discreción y respeto por los demás, incluso aliándose y cooperando con la reserva ajena. Pude apreciar varias veces cómo aplacaba alguna situación tensa entre los contertulios -juicios artísticos o políticos- y en más de una ocasión defendió mi silencio cuando alguien preguntaba detalles acerca del trabajo literario que realizábamos: “Ninguno de los dos estamos autorizados para contar nada por ahora”, y agregaba: “Es un asunto muy peligroso”. Así se mantenía ojo avizor controlando el ambiente y los desplantes de algún entrometido.

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