Por Ernesto González Barnert
Antes que todo quisimos conversar con la poeta, con la lectora, Eugenia Brito (Santiago, 1950), en estos días difíciles, abrirnos a su obra poética, fruto también de su lucidez y generosidad como académica, que abrió caminos para tantas y tantos. Una voz poética hecha de lenguaje, un ejercicio de aliento cortante y afilado, en que el eros, lo femenino, acusa en su consciencia su propia incomplitud, la mutilación, dentro de la dictadura y los patrones patriarcales y religiosos en los que se mueve la sociedad. Una obra que acoge en su sino – o regazo– a los perdidos, hambrientos, huérfanos de padre, miserables de los errores nacionales, tal como la virgen, desde un principio, y como ella se aviene tan bien con esta realidad fantasmal, que hay que conquistar, onírica, terrorífica, marcada por la dictadura y que cercena el placer, martiriza. Sin duda, Vía pública (Universitaria, 1984), es un libro que debiera leerse aún más, que sobrellevó la censura con inteligencia y lo entiendo como una piedra angular de los caminos y posibilidades que abrió desde un principio y continúa aún en estos días, porque no me parece que el tiempo le ha hecho mella, cuando le cotejo. Y, merece de sobra, considerarse como uno de los mejores libros de poesía escritos en los 80. Una labor que Brito logró con creces con esta obra llamativa, abierta, provocativa y mayor, hija de un Chile profundo, pero también de un Chile que podríamos algún día llegar a ser, fuera de las grietas o fantasmagorías, más allá de los espejos o reflejos en los cuervos de la soldadesca que vigila los intereses de la plutocracia, del patriarcado, del conservadurismo religioso de nuestra “querida sucia patria.”
¿Cómo llevas el estallido y luego la pandemia?
A pesar de que me tocó estar enferma, llena de preocupaciones personales, el estallido me pareció renovador y vitalizante. El país no podía y no puede sufrir más el vandalismo y la depredación de los grupos poderosos que han secuestrado toda la economía nacional. Es decir, desde el agua al mar, la pesca, la salud y la educación concebidas como empresa. La miseria de las pensiones. Y los miserables salarios mínimos.
La pandemia, sin embargo, la vivo como catástrofe, porque significa el encierro. Quita la libertad y priva de la alegría de recibir a los otros, las otras. La confinan a uno a las paredes de la casa.
Soy escritora porque fui una gran lectora. Incansable, voraz y solitaria. Por ello me dediqué a la carrera que estudié: Pedagogía en español, porque amaba y amo la literatura.
Así que no es raro para mí pasar días enteros leyendo. Gran placer me provoca la lectura, sin duda, y ello fue así desde niña, adolescente. Muchos libros son aventuras y viajes por el conocimiento y también por la imaginación y el lujoso despliegue de sus formas.
He sido por ello, muy devota de la soledad. A veces pasé días encerrada en mi casa, leyendo o escribiendo. Sin embargo, el confinamiento es distinto. Al menos éste. Es angustioso, por el contexto político y social que lo determina y por el miedo y la enfermedad. Porque no cabe duda de que atravesamos tiempos difíciles y con un gobierno que favorece más a las empresas y al sector poderoso que a las capas humildes y menos favorecidos por el mercado.
La casa se ha convertido no sólo en el hogar sino también en el refugio de una guerra, quizá la última batalla que se da en medio del encierro. Elaborar el ritual de la escritura en conjunto con la sobrevivencia y su deseo es difícil.
¿Un texto tuyo que leerías en una sala de clases para alumnos de Liceo?
Leería Los Guiones, una sección breve de mi libro Vía Pública, específicamente. Texto que habla de cubrir de gasa el cuerpo de la ciudad.
¿Qué verso o frase llevas como un mantra dentro de ti en los días aciagos?
“El Dios abandona a Antonio” de Constantino Cavafis, poema entrañable para mí. Y algunos poemas de Sylvia Plath. En tercer lugar, “El Naufragio”, de Adrienne Rich. Y me sigue gustando mucho la poesía del Siglo de Oro, Góngora, Quevedo, San Juan. También recuerdo siempre a García Lorca, por su poema “Córdoba” Y por el volumen “Poeta en Nueva York”.
¿La poesía que ha sido para ti?
La poesía es un arte y una manera de convivir con la historia para mí.
¿Qué poetas te gustan hoy en día?
Me gustan muchos poetas, si nombro a uno excluyo a otros y en realidad a todos les encuentro rasgos admirables. Carmen Berenguer acaba de sacar un muy buen poema sobre la vejez y la pandemia. Damaris Calderón, uno sobre Chile, o sobre algún Chile. Germán Carrasco y Leonardo Sanhueza tienen buenos textos. Y para sacar la poesía del verso me iría a la grandiosa Clarice Lispector, Juan Rulfo, Diamela Eltit o la narradora de “Hasta ya no ir”, Beatriz García Huidobro. Y la gran Marta Brunet.
¿Un libro que nunca has podido terminar de leer?
“En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust. Y que conste que me queda sólo el último libro de un conjunto de 7 u 8 volúmenes.
¿Nos podrías regalar algunos de los libros, álbumes, películas o pinturas que estos días son cruciales?
Cruciales para mí son: Cavafis [la traducción de su obra por Miguel Castillo Didier];
Sylvia Plath; Clarice Lispector [La pasión según G. H.]; Antonio Lobo Antunes [La hora de la estrella, El orden natural de las cosas, Manual de Inquisidores, La muerte de Carlos Gardel]; J. Coetzee [Esperando a los bárbaros]; Federico García Lorca [Poeta en Nueva York]; Gabriela Mistral [Tala]; Vicente Huidobro [Altazor]; Pablo Neruda [Residencia en la tierra]; la poesía completa de César Vallejo; el libro de ensayos “Con la lengua en la mano”, de Margo Glantz. Y la gran novela “Lumpérica” de Diamela Eltit.
Doy pocos nombres y siento que siempre me faltarán. Admiro a muchas poetas chilenas y las tengo presentes en un trabajo antológico de las obras de muchas de ellas como Carmen Berenguer, Cecilia Vicuña, Stella Díaz Varín, Carmen Avalos, Ximena Adriazola, Malú Urriola, Florencia Smiths para citar sólo a algunas. Y destacaría a Marina Arrate y a Alejandra del Río con su estupendo poemario “Capuchita Negra”.
Cruciales también para mí los grabados y aeropostales de Eugenio Dittborn y la obra de Roser Bru, Lotty Rosenfeld, Juan Domingo Dávila, Gonzalo Díaz, Claudio Correa, Demian Schopf y la escultura de Juan Egenau y Sergio Castillo, Francisca Cerda y Luis Montes Rojas.
¿Qué viene a tu mente cuando piensas en “poesía chilena”?
Cuando pienso en poesía chilena pienso en Gabriela Mistral, que definió Chile como desolación, paisaje cordillerano, árboles talados, locas mujeres y piececitos de niño.
Pienso en la poesía de mi generación y en la violencia de la dictadura que definió Chile como escenario de guerra.
Pienso en las poetas chilenas porque han sido marginalizadas en un lugar constituido por machos y en que la poesía es un gesto marginal, ajeno a su grandilocuencia de otras épocas.
Y desde luego en un país tan al margen de los grandes y modernos escenarios.
En ese contexto, recuerdo la “Introducción al Vértigo” de Stella Díaz Varín y en “Tiempo medida imaginaria” como la experiencia política de vivir Chile.
¿Cómo ha sido tu relación con la obra nerudiana?
MI experiencia lectoral con Neruda partió muy temprano, a los 7 años con “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, supe que era un autor al que había que leer desde las formas y figuras de un lenguaje, absolutamente innovador y vanguardista.
En la adolescencia, me regalaron “Canto General” y, por supuesto, leí “Alturas de Macchu Picchu”, gran poema épico. Pero mi adhesión a Neruda llegó más tarde en la Universidad de Chile, período en el que leí “Residencia en la Tierra”, muchas veces y hasta el día de hoy. Ese libro me parece la cima literaria de Neruda, sobre todo por Galope Muerto, Entrada en la madera, Enfermedades en mi casa, Walking Around y otros, aunque la experiencia de lectura del libro es homogénea en cuanto a la composición y la estética del texto.
Ese texto inscribe a Neruda en la contemporaneidad, la experiencia de lo absurdo, alienado y fragmentado del mundo actual, en que el ser es apenas un atisbo atrapado en la explotación, la privación, el trabajo alienante y los ecos de un mundo rural secuestrado por las modernizaciones.
Creo que actualmente, desde hace unos años, se elaboró una campaña de desprestigio y destrucción de la figura de Neruda, figura de izquierda. Por eso, sus detractores se apoyan en su abandono de María Antonieta Hagenaar, su esposa holandesa, madre de su única hija Malva Marina.
No voy a defender a Neruda de esas acusaciones, salvo señalar su juventud. Y decir que en su época no había recursos para entender la discapacidad de su hija, pero pienso que estamos hablando de un destacado artista chileno, no de un millonario, o un empresario. Era un artista.
A los artistas, además de una obra notable, se les pide que tengan una familia compacta y unida. Y que sean excelentes padres o madres. Entiendo claramente que se trata de una difamación, producto de la envidia, y quizá de la incomprensión sobre qué significaba ser padre y madre en la primera mitad del siglo XX.
Neruda por su Premio Nobel, por su lugar en el mundo occidental, por su comunismo y por su grandilocuencia ocupó el lugar del vate chileno, lo que desde luego parece demasiado para un solo hombre. Un hombre que fuera un chico humilde del Sur de Chile. Se le exige entonces el cumplimiento de todos los roles: el escritor, el revolucionario, el político y el de padre. Bueno, no fue un gran padre, no pudo, no supo hacerlo, no satisfizo ese rol.