Editado por Ricardo Loebell
(Ediciones Los Diez y la Universidad Federico Santa María, 2019)
Por Jessica Sequeira
Augusto D’Halmar es uno de los escritores chilenos más atractivos en su estilo, con su fina ironía y su vida: esa leyenda de vida que creó para sí mismo al fundar junto a otros una colonia tolstoyana en Chile, narrar con sensibilidad sobre la psicología del deseo, y vivir por períodos en India, Perú y España. Además, es el primero en recibir el Premio Nacional de Literatura y, según el crítico Alone, uno de los “cuatro grandes” del país. Sin embargo, como ha escrito Silvia Molloy, “Augusto D’Halmar es un autor prácticamente desconocido salvo para los chilenos, los estudiosos de la literatura chilena y algunos pocos aficionados.”
La cadena de los días, una recopilación invaluable de las columnas periodísticas de D’Halmar para El Mercurio, editada por Ricardo Loebell y publicada por Ediciones Los Diez y la Universidad Federico Santa María, no solo ofrece una razón para volver a las novelas del escritor, todavía frescas en su exploración psicológica de la angustia y su sorprendente humor, sino también abren una nueva perspectiva sobre sus intereses, que incluyen la metempsicosis y la transmigración de las almas, la idea de múltiples seres dentro de cada individuo, y la relación entre la música y la memoria, basándose en fuentes intelectuales que van desde el pensamiento oriental hasta las cartas de amor del estadista Léon Gambetta durante la guerra franco-prusiana y la filosofía de Jean-Marie Guyau.
Justo antes de partir de Chile a la India, donde se desempeñaría como cónsul, D’Halmar decidió organizar sus materiales. Hizo recortes de las 103 columnas semanales que había escrito para el periódico El Mercurio, abordando una variedad de temas tan amplios como su capricho. Los pegó en las páginas grandes de un volumen llamado Prontuario de legislación escolar, un libro sobre la enseñanza primaria de Manuel Antonio Ponce.
El “palimpsesto” permitió que las palabras del primer conjunto de textos se filtraran a través de las delgadas páginas de los periódicos; además D’Halmar trazó líneas con tinta roja para sugerir enmendaciones. Para el autor, el libro era, por lo tanto, no solo un archivo del pasado, sino un texto que se modificó en el presente y que podría sumergirse en el futuro: una obra abierta. Tal objeto sirvió como una metáfora del yo en el tiempo, un cuerpo físico, pero con contenidos inestables, múltiples y accesibles para revisión y reescritura.
Esta calidad de “proceso” en exhibición es lo que a menudo hace que sea un placer leer las columnas periodísticas de un escritor de ficción, especialmente cuando se le da total libertad para elegir los temas. Aquí, en estos textos escritos en el transcurso de un solo año (1906-1907), podemos observar a D’Halmar resolviendo cosas: forjando intereses estéticos, intentando ideas, expresando dudas, redactando los primeros bocetos de lo que luego se convertirán en libros, llenando el espacio, divagando (“Divago, divago! Dejadme hacerlo, lector, que ya has visto que está en mi temperamento”) y llegando a través de la frivolidad a una idea inesperadamente brillante, que habría sido imposible alcanzar de otra manera. Descubrimos otro D’Halmar, encantador, contradictorio, a veces sorprendentemente divertido y a veces sorprendentemente melancólico.
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Loebell, ingeniero, historiador de la literatura y la estética, y d’halmariano confeso (se refiere a D’Halmar como el “chileno Walter Benjamin”) le encomendó una copia del libro original, que como editor ha transformado en un facsímil bellamente formateado. Su introducción sensible pone la obra, que como señala Loebell, tiene “el carácter de una despedida”, en un contexto útil. Llama la atención sobre la importancia del espacio físico, por ejemplo, ya que para D’Halmar “el lugar respira desde múltiples capas transtemporales”.
El sonido no verbal (tanto el habla y la música ininteligibles) como el silencio también adquieren un significado especial para el autor y tienen un efecto importante en la memoria. Loebell escribe que, en el momento de la audiencia, “ahí emerge en la conciencia un sonido articulado por una palabra, un murmurar arrepentido o un insistente pálpito; aquella fuerza inesperada que pareciera llamar desde una fosa de otro tiempo, de nuestra bóveda podemos percibir solo un eco, producido por el estupor de un hedor a moho olvidado en una habitación. En ese lugar mnémico, la palabra y el silencio permiten inferir una extrañeza inefable.”
“Extrañeza”, quizás, pero también la oportunidad de crear nuevas conexiones. “La cadena de los días” es la manera en que D’Halmar mismo tituló su colección de escritos periodísticos. Escribir una columna todos los domingos durante un año impone un yugo agradable de creatividad forzada; crea las condiciones para un cúmulo de pensamientos que quizás de otro modo no hubieran existido. El periódico es un hogar para los fugaces, alentador y conservador de lo efímero. El tiempo es una cadena a la que se puede acceder volviendo a los escritos anteriores. ¿Y qué hay de los que no están escritos, no están registrados? Estos recuerdos corren un mayor riesgo de ser sumergidos, pedazos de metal sueltos que se encuentran debajo del agua como enlaces abiertos. Pero tal vez puedan ser convocados a la superficie con redes, enlazados por el recolector en su bote en un orden distinto, para formar una malla que evada la cronología lineal.
Una de las tareas del arte es interrumpir la cadena del tiempo y la armonía de la naturaleza, para reconfigurarla dentro de lo sublime y extático. D’Halmar identifica y alaba el estoicismo chileno capaz de aceptar lo bueno y lo malo, que se respeta profundamente la simplicidad de la naturaleza, un “himno sagrado”. Ve el arte como una complicación a todo esto, muchas veces inquietante, y sin embargo esencial para llegar a las partes menos racionales y quizá más profundas de nosotros.
La música juega un papel especial en romper la cadena, ya que permite al oyente acceder a otras partes del tiempo personal e histórico. Como D’Halmar escribe:
Nunca como ahora he sentido lo falso de la lógica y lo falso que será todo trabajo literario mientras se atenga a ella; en la vida, las ideas, las sensaciones se no presentan revueltas y redundantes; decimos que el arte consiste precisamente en clasificarlas, en sintetizar; pero esto no es sino para ocultarnos nuestra incapacidad de reproducir la vida tal cual es, como los músicos la reproducen, por ejemplo. Yo creo que el prestigio de la música está en eso: primero en su vaguedad que no nos impone un pensamiento hecho, donde cada imaginación hace de las suyas, y luego su incoordinación; sobre un mismo motivo se bordan muchas variaciones y siempre todo parece inesperado.
En otra parte, dice: “Cuándo aprenderemos que la única lógica infalible es la del corazón? Oigamos a Grieg. Su música dice más que muchos libros y que muchas lecciones orales, precisamente porque tiene eso, la suprema elocuencia del sentimiento.”
La música funciona a través de motivos y repeticiones, temas y variaciones: menos como una cronología, secuencia o serie ordenada lógicamente que como las “iluminaciones profanas” de Walter Benjamin. Por supuesto, D’Halmar no leía a Benjamin, pero de manera similar asumió la noción de sueño, basándose en la filosofía francesa, las ideas de la poesía árabe, y después de irse a la India, las concepciones del avatar de la filosofía hindú. Las ideas que lo atrajeron tenían como objetivo romper identidades y sistemas de pensamiento impuestos desde el exterior en favor de otros modos de pensamiento y nuevas formas de subjetividad; quería fragmentar y multiplicar la noción misma de historia. Como señala Loebell: “Esta noción de cadena reversible del tiempo, compartida por los folletinistas del siglo XIX, que prefigura las operaciones deconstructivas del siglo XX, se escenifica en la obra de Cortázar, de Borges, desde luego sin olvidar a Proust”.
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La antítesis de D’Halmar en la literatura en ese momento era Mariano Latorre Court, un escritor costumbrista y criollista, mientras que nuestro hombre era referido como un imaginista, alguien preocupado por sueños, visiones y fantasías además de la fría y dura realidad. Sin embargo, como la mayoría de los contrastes, los opuestos están más cerca de lo que parecen. D’Halmar comenzó su carrera en bellas letras admirando profundamente a Émile Zola, y su primera novela, Juana Lucero, el “estudio” de una prostituta (destinada a formar parte de una serie más grande llamada “Los vicios de Chile”) se escribió bajo la influencia del naturalismo con sus premisas científicas. Seguía interesado en los detalles del paisaje y el medio ambiente, especialmente en su propio país. D’Halmar se identificó fuertemente como un chileno, y expone repetidamente en sus columnas que razas y naciones específicas tienen rasgos particulares. Por ejemplo, de los chilenos dice que “no siempre estamos de acuerdo con la brillantez y el lirismo tropical”; señala su “sobriedad” (de personalidad), “taciturnidad” y “espíritu de gravedad que raya en la indiferencia”. Con un juicio algo duro, también dice que “ser gran hombre y sonreír es entre nosotros incompatible”, y señala que “no conocemos la alegría sin alcohol”.
Tampoco Latorre era el realista bruto que se le describe a menudo; para él, como para D’Halmar, la naturaleza era digna de ser descrita en detalle no solo como un catálogo, sino precisamente por la belleza abstracta, incluso metafísica, a la que se puede acceder al hacerlo. Es importante destacar que como escritores, tanto D’Halmar como Latorre estaban relativamente poco interesados en la “trama” y los “personajes”, centrándose en otros aspectos, como el estilo y el paisaje.
Hay diferencias significativas, sin embargo. El primero es uno de tono: Latorre es relativamente cordial y optimista, un topógrafo de lo que encuentra; D’Halmar es melancólico e irónico. La segunda diferencia es que D’Halmar está fundamentalmente interesado en los aspectos sensibles de la psicología y la memoria humanas, y las formas en que la historia personal y universal se encuentran a través de la influencia externa del lugar y los elementos estéticos como la música. El trabajo de Latorre no tiene nada que comparar con esto. Por todo lo que le seduce el detalle, D’Halmar es consciente de que viajar siempre es un viaje hacia uno mismo:
Idénticas lágrimas y el mismo vacío que unos intentan llenar con el alcohol y otros con ideal. (…) Vemos que, lo mismo los hindúes bajo sus turbantes, que los sportman bajo sus gorras de cricket, todos se parecen entre sí y se nos parecen. Aquel árbol, aquella montaña que decoran el paisaje de la India o del Estado de Texas, no serán exactamente nuestras montañas y nuestros árboles, pero los hombres sí, físicamente iguales bajo las indumentarias diferentes, como iguales son en el fondo de su alma, pese a las indiferencias de religión y de raza. El mundo vasto y semejante! Viajando mucho debe de verse que tal vez no es tan vasto pero al mismo tiempo debe de comprobarse que es mucho más semejante, mucho más monótono de lo que se cree.
¿Por qué viajar a la India si las emociones en todas partes son similares, meras inflexiones de diferentes matices? Precisamente por esta misma razón: hay que sentir en la propia piel estas otras inflexiones. Al leer estas columnas, uno tiene la extraña sensación de que sus reflexiones fueron escritas antes de su viaje a la India, ya que tienen la descripción cansada de alguien que sabe que no va a encontrar en el mundo nada que ya no esté en sí mismo. Las columnas son oraculares, proféticas; D’Halmar ya ha viajado a través de su lectura. La vida será, pues, una imitación del arte, y D’Halmar es muy consciente de ello. El viaje alegórico precede al real, como Loebell señala: “El autor se refiere a las relecturas de Persia (Hacia Ispahán), La India (sin los ingleses) y Pekín, todas las obras de Pierre Loti, con las que inicia simbólicamente su viaje al Oriente.”
Y sin embargo, él se va. Se va a buscar el corazón de su metáfora, la esfinge (en Egipto), el llamado islámico a la oración (en Turquía), el sanador (en la India). Se va a convertirse en una especie de Pierre Menard del cuerpo, porque a pesar de que su realidad se ha vivido anteriormente, necesita crearla nuevamente para sí mismo. Al hacerlo, se volverá una experiencia única. Los detalles son distintos para cada persona, incluso si son iguales. El error del costumbrismo de Latorre fue precisamente su rígido carácter “científico” que no tuvo en cuenta la forma en que cada persona se comunica con la naturaleza y con otras almas en la literatura y la vida.
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D’Halmar desarrolla una visión del yo que no es individual, sino más bien doble o múltiple. Sospecha la idea de una individualidad coherente, y favorece la noción de que cada personalidad tiene una historia y se compone no solo de diferentes facetas, sino de personas completamente diferentes. Incluso elabora una teoría del metempsicosis, o la transmigración de almas, en la que el yo presente es un cuerpo que contiene un alma que ya ha vivido previamente dentro de otros cuerpos, y que después de la muerte seguirá viviendo dentro de una carne diferente: una idea que se puede encontrar en el hinduismo. “El espíritu es como el agua y la posesión de cada uno como de un recipiente distinto, cuya forma afectará hasta que recupere su independencia soberana,” escribe D’Halmar. En otra parte, elabora el punto:
Subsiste en mi carácter una condición de viajero, y es esta curiosidad inextinguible por los seres desconocidos; la misma, por lo demás, que experimento hacia las cosas. Y en el fondo de su necessaire, con sus peines y escobillas, uno guarda tantos temperamentos como camisas y siempre sabe revestirse del más adecuado. ¿Habéis pensado en ese maravilloso instinto que hace que hablemos de cierta manera y de ciertas cosas, ante ciertas personas? No parece sino que todos nos conociéramos de antemano.
Esto lleva D’Halmar a una sensibilidad hacia las ideas de repetición y déjà vu. También lo hace atesorar la idea de la pasión como una armonía de almas, ya sea en la literatura o en la vida. Cada persona puede encontrar sus propias “almas gemelas”, versiones pasadas de sí mismo o almas impulsadas por impulsos similares:
Si en la existencia de cada hombre es tan difícil encontrar un amigo, un verdadero amigo, tal vez el mayor privilegio de los artistas sea conquistarse algunas simpatías entre las almas que pueblan la tierra. Pueden ellos, en su existencia íntima y afectiva, padecer de la soledad, pero si han sabido hacer vibrar sus propias emociones, seguramente no estarán solos, siempre tendrán lo que ha llamado Loti, sus ‘amigos desconocidos’, tanto más leales cuanto más desconocidos.
D’Halmar mismo encuentra una fuerte alma gemela en Pierre Loti, así como en otras figuras artísticas como Zola, Grieg y Sully-Prudhomme. También los encuentra en amigos y conocidos de la vida real menos famosos, a quienes describe en sus columnas y novelas. Esta vida “subterránea” de intimidades, conectada con el sueño, la visión y la fantasía, es a menudo más rica y más “real” que “el brebaje insípido de la realidad”:
¿Por qué el pensamiento de la muerte, casi siempre, estimula tan poderosamente nuestra memoria, el subsuelo de la memoria? Cuántas individualidades hay en nosotros entonces? Somos acaso mero huéspedes de un aposento destinado a los aparecidos y por donde ya pasaron otros muchos? ¿Cuándo, repito, hemos ‘vivido’ esa vida subterránea, que así nos sentimos asociados a toda la vida humana y a la vida de todos los tiempos? Oh, solidaridad impalpable, más indestructible, más evidente que todas las declamaciones de fraternización ¿en qué descansas? ¿a qué enigmas te debes? (…) Tratemos de echar nuestra sonda en lo Desconocido? No nos consideremos todavía audazmente como dueños de nosotros mismos. ¿Quién nos asegura que sólo nosotros vivimos en nosotros? Tal vez lo que llamamos ‘nosotros’ no ocupe sino un reducido, un apartado rincón de nuestra personalidad.
De este énfasis en la “vida subterránea” llegamos al tema de la escritura y los libros, con sus posibilidades y limitaciones. El arte, incluida la literatura, ocupa un lugar especial para él. Dado que el estado de fuga de trance o iluminación se expresa en silencio, el desafío de la escritura es crear otro tipo de “composición” cuasi musical, pero en palabras: una que sea capaz de traer estas revelaciones y apariencias del mundo en el momento de su sonido original al lenguaje. Además de esto, uno escribe para dar coherencia y textura a la vida, para ordenar las experiencias no verbales de visión y sueño y guiarlas al lenguaje. Y sin embargo, leemos estas palabras escépticas:
El sabio que ve un poco más lejos que el ignorante, y el artista que ve un poco más allá que el sabio, ¿viven por eso algo más en lo invisible? Uno distingue perfectamente un detalle de la naturaleza, una rama, una hoja, y otro hasta distingue sus filamentos y tiene sensación de la atmósfera que la envuelve; pero, ¿quién, quién advierte la fuerza oculta que anima a la rama y a la hoja? ¿quién, de sí mismo, sabe algo más que de los otros, noticias aproximadas y problemáticas? (…) Y se sigue hojeando libros en que algunos hombres han creído poner su alma, y papeles impresos en que otros aparecen retratados de cuerpo entero. Conversan entre ellos, sonríen o declaman. Y la vista se fatiga viendo esos gestos inútiles, tan efímeros. ¡Dios mío! toda esa agitación perdida de una humanidad que tampoco ha sabido definir todavía para qué vive, y por qué.
Y qué pasaría si uno dejara atrás la abstracción para capturar detalles anecdóticos? Después de todo, esta es una razón importante por la que recurrimos a la columna del periódico. En este sentido, D’Halmar es un periodista talentoso, siempre listo con el divertido o sorprendente aparte. Nos cuenta sobre el abrigo de Rubén Darío adquirido en Valparaíso, por ejemplo, que regaló al escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, y que terminaría como una mortaja para el poeta Paul Verlaine cuando murió en un hospital de París. También nos informa de sus propios intentos de escribir cartas a Yasnaya Polyana, la casa de Tolstoi en Rusia, que siempre regresaba con la palabra inconnu, conmovedora cuando uno recuerda el intento fallido de D’Halmar de forjar una colonia tolstoiana cerca de Santiago. Estos son intentos de hacer literatura desde la vida, a través de una mediación estética.
“La vida parece a veces una novela mal urdida, inverosímil, y sobre todo incoherente. Por eso, yo, que la amo, que amo la vida apasionadamente, para pintarla, para dar la sensación de ella, recaigo en la incoherencia,” escribe D’Halmar. Incoherencia: la acumulación de acontecimientos biográficos no tendría sentido si no se escribieran para producir un efecto, con el fin de conectarse con un lector, una futura alma gemela ideal. Escribe sobre el doble yo, el yo como espectador con su “sobrehumana imparcialidad”. Uno se observa escribiendo para alguien más.
¿Por qué escribir? Para anticipar los futuros encuentros. D’Halmar está interesado en los momentos en que todo se derrumba y cambia, los momentos de melodrama en la vida de un alma, “el santuario de los sentimientos”. Escribe sobre el crimen, el abandono, la enfermedad, el naufragio, los eventos existencialistas que arrojan luz sobre la naturaleza fugaz de la vida humana. Y sin embargo, incluso mientras explora esos momentos de vulnerabilidad, su motivo genuino para escribir ronda estas crónicas con su duda perpetua: lo que subyace todo es una esperanza para la pasión que está por venir, la convergencia de que al sentar las bases para él, está ayudando a hacer realidad:
(…) nos lleva a detenernos una vez más en la idea de cómo permanece desconocido el móvil, el resorte, el dedo que oprime ese resorte, en la mayor parte de las acciones humanas. Yo mismo que escribo este artículo, ¿sabéis por qué lo escribo? ¿lo sé yo, siquiera? Puede que el amor también me haya hecho entrar en estas consideraciones. Puede que espere que caiga bajo los ojos de la amada…
Pido disculpas por tantas citas de la prosa de D’Halmar. Es que además de sus ideas, escribe muy bien. Y quizá su estilo, al final, es lo que más vale en su obra.
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D’Halmar es un esteta, pero no necesariamente un decadente, aunque muchas de sus columnas lidian con esta rama de la literatura que simultáneamente lo atrae y lo repugna. Aprecia “el deber del ideal”: quiere un ideal, sí, no solo una neurastenia. Y sin embargo, escribe con admiración sobre la creación de D’Annunzio de “un género nuevo hecho todo de sensualidad y perversión, lleno de suficiencia y privilegio, con exquisiteces quintesenciadas y complejas psicologías.” Opina que “en general, la actual literatura francesa es malsana, y superficial, por lo que se considera (…) un género más o menos intelectual, pero no necesariamente espiritual”. Aún así, a pesar de sí mismo, se siente repetidamente atraído por la idea de la locura como sagrada y la noción de la autoaniquilación por un ideal bello.
Quizás su descripción del “poeta-filósofo” Sully-Prudhomme que tanto admira puede servir como una forma de descripción para sí mismo: “un poeta de transición; colocado entre el romanticismo del siglo XIX y el positivismo del siglo XX se ha repartido entre ambas tendencias, tal vez sin conseguir conciliarlas”.
¿Y lo social? Tal vez la gran tragedia en este respeto es que la mayoría no tiene el tiempo libre para alentar sus visiones y fantasías, o desarrollar sus dramas sentimentales: después de todo, un lujo. Para la mayoría, la subsistencia del cuerpo es la preocupación principal.
La figura que D’Halmar menciona repetidamente con admiración por su teoría de la solidaridad y la fraternidad es el filósofo francés Jean-Marie Gayau, quien argumentó que el desarrollo de la conciencia individual conduce a la asociación entre los seres humanos y, naturalmente, a una especie de vitalidad y socialismo orgánico, que en nada se parece a un sistema inflexible predeterminado. La ignorancia de uno mismo, para D’Halmar, es lo que lleva a un ser humano a tratar mal a los demás: “Una vez más nos vemos obligados a ratificar que nada se conseguirá con la revolución de las masas si el individuo, cada individuo no evoluciona.”
Una noción similiar tuvo bajando a las minas en Cerro Verde, Penco, para ver las horribles condiciones de trabajo y vida ahí. Escribe:“Bajad conmigo, que no soy socialista ni anarquista, que no busco ser redentor de ninguna opresión, y después cuando volvamos a la luz del sol, no discutamos, no queramos sacar deducciones; guárdese cada uno su impresión, como yo la mía”. Después de un tremendo y claustrofóbico párrafo, concluye: “Debía sellarse para siempre la entrada de esta mina, como nuestros corazones han estado cerrados a todo sentimiento generoso.”
Puede ser difícil retener la curiosidad infantil en un mundo con frecuencia cruel, miserable y repetitivo, que suele dar la sensación de que todo ya pasó antes. Y sin embargo, D’Halmar insiste en que uno debe seguir moviéndose, para no permanecer en el mismo lugar ni intelectualmente ni físicamente. Uno debe tener voluntad en la vida y el sentimiento; lo que hacemos profetiza lo que vendrá. Al mismo tiempo, uno siempre debe permanecer abierto a nuevas influencias: “Ser artista en el verdadero sentido de la palabra, es permanecer abierto al soplo de esos cuatro vientos del espíritu; puntos cardinales en que se apoya todo nuestro sistema de armonía.”
Entonces se dirige a la India, aunque sabe que se sentirá decepcionado, porque también sabe que también encontrará nuevas experiencias allí, otros seres latentes que van a formar parte de su búsqueda. Una teoría predeterminada, estricta e inflexible es la muerte, mientras que la contradicción es la materia de la vida:
Y ha sido de allá, de esa India que hoy es un virreinato de Gales, de donde salieron las religiones admirables, las viejas sabidurías y donde hoy mismo se poseen secretos que hacen parecer magos o mistificadores a sus ensimismados fakires. ¡Pueblos misteriosos! En medio de sus miserias y al desdén supremo de la vida a que han llegado por horrendos caminos, ellos sin embargo han podido elevar el espíritu a regiones más altas y han podido conquistarle un reinado más vasto.
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Jessica Sequeira ha traducido más de quince libros de autores latinoamericanos. Su versión de El país del humo, de Sara Gallardo, ganó el Premio Valle Inclán por la traducción del español y fue incluida en la lista del Premio Warwick para Mujeres en Traducción. Ha publicado la novela Una ostra furiosa, la colección de historias Rombo y óvalo, la selección de ensayos Otros paraísos: Acercamientos poéticos al pensar en una edad tecnológica y la obra híbrida Una luminosa historia de la palmera. Actualmente vive entre Santiago (Chile) y Cambridge (Reino Unido).