Noviembre 25, 2024

“Tengo unas ganas enormes de abrazar a mis padres.” Entrevista a Héctor Monsalve

Por Ernesto González

 

 

“Elena”, libro de poesía de Héctor Monsalve Viveros (1970, Santiago), ya va por su tercera o cuarta edición, un clásico de estos años, que cada vez que leo, le agarro un nuevo sentido y me vuelve a dar placer y emocionar como siempre. Un libro que funciona algo así como un prisma del amor y la muerte con que cada cual mira a su Elena. Un poeta que sin dar codazos al saltar a cabecear en la poesía chilena convierte decidido y con belleza. Los invito a celebrar al poeta que tanto tiene por dar aún, en los nuevos y viejos lectores de siempre. Y de paso, a los incondicionales de Elena, les recomiendo Yo Héctor (2015), donde yo es otro…

 

Mi abuelo se llamó Héctor.

Mi padre se llama Héctor.

 

¿Cuánto dura ese nombre?

¿Está en él la furia de la vida?

¿Cuántas miradas hacia el cielo en la mañana?

 

En la mañana,

las sombras se retiran

y se ve el verde del camino,

el amarillo de los cerros.

 

Entonces,

yo voy hacia el gran río que brilla.

 

Como una hoja que se desprende

y se olvida del árbol,

yo voy hacia ese río.

 

Escribo en el agua en movimiento.

Cabe mi canto en el gran canto.

 

*

Yo soy Héctor.

Aprendí a caminar sobre las aguas.

 

 

 

¿Cómo llevas este período de aislamiento?

Llevo muchos días encerrado, pero estar con mi familia es siempre un regalo y eso ha sido algo bueno de todo esto. Por supuesto que he aprovechado de leer un poco más de lo común. Leí Poeta chileno, de Zambra, que me entretuvo, pero me gustó menos que sus libros anteriores, y el último de Irène Némirovsky: El ardor de la sangre, que no me gustó nada. También estoy leyendo un libro de poesía de una poeta India, Usha Akella, llamado la Espera, de Mantis Editores, traducido por Elsa Cross, que trata del encuentro con el propio maestro espiritual, y que me tiene entusiasmado. Y también la Historia del silencio de Alain Corbin, que es un tema que me interesa. Ya leí los ensayos sobre el silencio de Marcela Labraña y encontré este libro en Madrid, que me ha permitido continuar con el tema. Además comencé Contra la memoria, de David Rieff. Y a veces leo en la noches, antes de dormir, La belleza de pensar, que me compré en la edición hermosa de la Universidad de Valparaiso. Luego intento mantener una rutina de trabajo y a veces para distraerme insistó en un rompecabezas que tengo a medio construir sobre la mesa, entretención que me inculcó mi madre. Pero he tenido un estado de ánimo variable. A veces muy tranquilo, ya que tengo algo de costumbre en pasar mucho tiempo solo, y otras un poco apesadumbrado por todo lo que está pasando. Siento que la realidad cambio repentinamente y me da mucha pena pensar en todos los que no lograrán soportar este derrumbe económico, y pensar en mis hijas aquí encerradas, viviendo todo este proceso de cambio tan gigante. Un cambio que tiene que ver con el modo de relacionarnos, con las prioridades, con aprender a pensar en el otro, en la comunidad. Me apena que haya tanta gente sufriendo y tantos muertos. Y entremedio de todo eso, tengo unas ganas enormes de abrazar a mis padres.

 

¿Qué libros fueron gravitantes para llegar a ser el poeta que eres?

Creo que muchos libros fueron importantes, pero en el inicio podría estar el libro Corazón, de Edmundo De Amicis. Luego una antología de poesía universal, selección de María Romero. Un libro empastado, grande, que encontré en la biblioteca de mi padre y que me acompañó mucho tiempo. Aprendí de memoria muchos poemas. Ahí leí a Alfonsina Storni, su poema El Ruego y Miserere, de Domingo Gómez Rojas o La pena de Fermín, de Víctor Domingo Silva, que me aprendí de memoria. Además, en casa recitaban mis abuelas y mi padre poemas largísimos como ese o El violín de Yanko: “Madre la selva canta, y canta el bosque y canta la llanura”. Más adelante fue muy importante Venus en el Pudridero de Eduardo Angüita, y leer Los Miserables de Victor Hugo, en plena adolescencia. Y por esa época también Demian y Siddhartha de Hermann Hesse, o El Extranjero de Camus y Cien años de Soledad, de García Márquez. Luego quizá, un libro extraño, Dogma y Ritual de la Alta Magia, de Eliphas Levi. Y Borges que me ancandiló y maravilló con sus cuentos y sus obsesiones. Y en poesía Residencia en la tierra de Neruda, el poema Galope Muerto: “Como cenizas, como mares poblándose, en la sumergida lentitud, en lo informe”… Y Mistral con su poema La Copa, y después quizá Vallejo con su poema Los Heraldos Negros o más adelante Desenlace de Derek Walcott. Y por ahí Juan Luis Martinez ya en la juventud. Y también fueron importantes los poemas de Darío, que leí después a mis hijas, a cada una siendo niñas. Y por otro lado Rilke, con su poema XXIX de los Sonetos a Orfeo. Y así, muchos otros que fueron apareciendo y releo continuamente.

 

¿Un texto tuyo que leerías en una sala de clases chilena hoy?

Me ha tocado mucho leer en clases a niños y jóvenes, desde que participó del proyecto de mi amigo, el poeta Oscar Saavedra, llamado Las Escuelas de la Poesía y en muchos festivales en el extranjero. Y últimamente he leido extractos del libro Yo Héctor y me interesa sobre todo en esta época de revoluciones y cambios, porque hago un llamado a encontrarse, a que los jóvenes busquen definir quienes son y hasta dónde están dispuestos a ceder, que encuentren sus límites. Que no dependan de lo que hagan o digan otros.

 

¿Qué verso o frase llevas como un amuleto en estos días en tu corazón, de memoria?

Hay versos que se me aparecen siempre y no tengo mucha explicación de por qué. Unos son de un poema de Juan Luis Martínez que se llama Realidad I, y que dicen: y las ovejas balan Dios que bella está/ la re la re la realidad. Y otros son de un poema llamado La tarde es un amigo, de Armando Uribe Arce, que dicen: “La mosa está desnuda en la ventana/ Soy yo quien no la mira”. El poema completo es así: La tarde es un amigo/ Que no existe, una novia/ A que seguir diciendo “que no existe”/ La moza está desnuda en la ventana/ Soy yo quien no la mira/ Y todo está llorando por verla o por oírla.

 

¿La poesía que ha sido para ti?

La poesía me ha regalado la posibilidad de conectarme secreta y profundamente con la vida, con una intensidad que me estremece; en un estado, creo, de atención y tensión permanente.

 

¿Qué le dice el poeta al periodista y el periodista al poeta?

No practico el periodismo hace mucho, desde que hacía entrevistas para la contraportada del diario La Nación, por allá por el año 97 o 98. Me encanta, pero busqué hacer algo que me permitiera tener tiempo para escribir y leer, que me encantaba más o que sentía que era lo que yo debía hacer. Y creo que el periodismo sí me ha entregado la capacidad de mirar en perspectiva, desde arriba. Y un cierto sentido de atemporalidad, además de la capacidad de relacionar y distingir lo relevante en lo cotidiano. Y el querer rescatar fragmentos de vidas o anhelos o sentidos, que se perderían si alguien no lo intenta, pero centrado siempre en lo esencial, en el detalle. Ahora, en lo que hago para ganar dinero siempre está el poeta, siempre me relaciono desde ahí. La poesía me entrega herramientas para vincularme y para pararme con seguridad en mi mundo.

 

¿Un libro que nunca has podido terminar de leer?

Muchos, no siempre termino los libros. Pero dos que se me vienen a la cabeza son El Lobo Estepario y Crónica de una muerte anunciada. Tampoco leí completo el Quijote ni la biblia ni Ulises.

 

¿Nos podrías regalar algunos de los libros, álbumes, películas o pinturas que en estos días son cruciales?

Creo que siempre es buen tiempo para leer Los Miserables y ya que tenemos este tiempo obligado, vendría bien. Si tengo que recomendar una película, sería siempre Casablanca. Y aprovechar para ver el documental Nostalgia de la Luz, que está en Internet. En novelas recomiendo leer Tres Habitaciones en Manhattan, de Georges Simenon; Mientras no tengamos rostro, de C.S. Lewis; El Reencuentro, de Fred Uhlman; El Último Encuentro, de Sándor Márai y La vida de mi padre, de Raymond Carver.

Y en poesía creo que es adecuado para estos días, ya que no se puede salir a conseguir los libros, el entrar a Memoria chilena y descargar algunos buenos. Están La Ciudad, de Millán; La Tirana, de Maqueira; Bandera de Chile, de Elvira Hernández, entre varios más. Y en Pequeño dios editores (www.pequeñodios.cl) se puede encontrar La Manoseada, de Sergio Parra y Perro de Circo, de Juan Cámeron, por ejemplo. Ahora, si puedo aprovechar de recomendar autores, para que los busquen y lean por Internet, pensando en alertar sobre los que he conocido en festivales y que me han gustado (y claro que dejando muchos afuera); diría que hay que anotar a Balam Rodrigo, a Roberto Resendiz, Tania Favela Bustillo, Marlene Zertuche, Jorge Arzate, Mónica Licea, Alicia Camposalas y René Morales; todos Mexicanos. Y en Colombia a Henry Alexander Gómez, Fabio Delgado, Laura Castillo, Sergio Laignelet, Camilo Restrepo y Felipe García Quintero. En Bolivia a Micaela Mendoza, a Anahí Maya, a Ada Zapata, a Victor Paz Irusta y Benjamín Chávez. En Argentina a Ema Vilches y a Eugenia Coiro. En Perú a Virginia Benavides, Vanessa Martínez Rivero y Leo Zelada. Y en Ecuador a Victor Vimos.

Y por supuesto recomiendo maravillas como Pound, Eliot, William Carlos Williams, Szymborska, Wallace Stevens o el colombiano Raúl Gómez Jattin y el peruano Watanabe, especialmente con su poema el Guardián del Hielo, que conocí hace muy poco.

Respecto a la pintura, hay algunos cuadros que no puedo dejar de ver cada cierto tiempo. Uno es San Andrés, de José de Ribera. Tuve la suerte de poder mirarlo largamente en el Museo del Prado. También me gusta mucho La toilette, de Toulouse-Lautrec y Las meninas, de Velázquez, me sobrecogen; sobretodo porque creo que el autor intenta comunicar la idea de que el artista pinta la realidad, y que el futuro se debe a su mirada, a su registro.

 

¿Qué significa para ti que Elena siga llegando al corazón de los lectores?

Mucho, me emociona cuando sucede. Recibí como un regalo que muchos poetas amigos de diferentes países estuvieran dispuestos a participar de su segunda edición y me enviaran un poema dando imaginariamente testimonio de su muerte. Jugaron a ser testigos de este crimen no resuelto. Fueron once poetas y hoy tengo once más que puede que se sumen. Creo que es algo que antes no se había realizado y que transforma el libro en algo nuevo, que ya no tiene que ver conmigo, sino con todos los que participan. Es un libro colectivo y eso lo hace especial. Espero publicar luego una nueva edición sumando todas estas nuevas miradas a esa elegía que es Elena, a ese rescate de un pedazo de vida que intenta ser. Siempre cuando pienso en ese libro recuerdo unos versos más que los otros, que suceden cuando ella mira por la ventana “el pasto congelado/ la luz del hielo” y dicen: “Que nadie dañe lo frágil piensa/ y siente el sol sobre su mano”.

 

¿Cómo ha sido tu relación con la obra nerudiana?

Importante, fundamental. Desde muy joven su intensidad y su talento me impresionan.

Y aunque por supuesto creo que es muy difícil separar la vida de un poeta de su obra, y más en Neruda, me parece necesario porque no creo que seamos en definitiva nuestra escritura. Ella es siempre mejor que nosotros.

Tampoco estoy de acuerdo con la figura del “poeta único”, que me parece Neruda representó. En Chile hay hoy, por ejemplo, fácil diez o más poetas importantes vivos. Y así también en otros países.

Respecto a su obra, admiro su intento de abarcarlo todo y su declaración de amor total por las palabras. Me gusta creerle cuando dice: “Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas…”.

 

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