Por Roberto Contreras
(De “Diario de Lima, septiembre de 2019.”)
*
LA TENTACIÓN DEL VIAJE
El engaño es buscar resonancias, voces o gestos en objetos inertes que consigan alertar que la vida es breve y el registro cotidiano es, en verdad, un salvavidas de plomo ante toda negativa en la rutina, la desidia de la desinformación, el desconcierto ante las acciones, o ya, digamos, abiertamente, la tentación del fracaso a la que se termina exponiendo quien no tiene coordenadas para un viaje.
De ahí que busque sin cansarme una explicación que advierta como un lector algún punto, aunque sea en la entrelínea, capaz de describir un punto, un hito, con forma de un madero a la deriva, que favorezca el respirar, con su lectura, a fin de mantenerse a flote, abrazado a una certeza lo mismo que a su desesperanza, pero cierto en que al tocar tierra firme –siempre se viaja en modos que distienden todo arribo– se llegue a ciudad extraña con la carga de un forastero sin nombre.
Así vi la costa desde lo alto. El corte de un malecón suicida, extendido a una mañana abierta, que dejaba entrar la luz sobre la gris nostalgia de un barranco en declive, donde a la imagen obligada vino a sobreponerse la espuma en la playa, parques pincelados de color con jardines de enredaderas barrocas, luego cientos de escaños en que fumar, si estaba con suerte, el pobre tabaco negro ribeyriano, o salir a gastar los codos en alguna barra con olor a poesía, para luego azotar la cara al viento, esperando conducir los pasos al caer la noche al cenit de una lámpara.
Si leer es detener el tiempo, caminar una ciudad es escribir con los pies sobre las historias que perviven, acaso como un susurro otra época.
Estas notas las recojo como apuntes de esta deriva, ahora por las calles de Lima.
Estación de los desamparados
Se llega a los lugares como un falso accidente. Camino a solo cuadras de la Plaza Mayor, ajeno a toda ruta y de golpe doy con dos claves que definen cierto paso por una “no buscada” ruta literaria. El edificio en sus inscripciones dice al centro: CASA DE LA LITERATURA PERUANA, arriba a modo de epígrafe-noticioso se acuña FERROCARRIL CENTRAL y abajo, en una letra todavía más pequeña: ESTACIÓN DESAMPARADOS. La cita está en el libro que Enrique Lihn publicara en 1982, llevando este enigmático título, y que correspondería a una breve estadía suya diez años antes, donde pudo recoger imágenes, visiones y hacer cierta crónica de una época crucial del Perú, cuando comenzaba a reivindicarse la condición natural y legítima de los indígenas, esto bajo un decreto además de la Reforma Agraria (la tierra es de quien la trabaja), y una marcada presencia de nativos vendría a reforzar lo ocurrido desde comienzos del siglo XX, en esa misma estación limeña. Algo que mucho mejor describió en su momento Roger Santivañez: “La palabra Desamparados —poéticamente usada por Lihn— quiere incidir sobre la condición de abandono y desamparo en la que se debatía la gran mayoría del campesinado andino inmediatamente después de arribar a Lima. En efecto, el espejismo del progreso se hacía añicos para las masas serranas de indios y cholos ante la cruda realidad de un mundo burgués que los despreciaba, arrojándolos a los baldíos de la desesperación y la marginalidad”.
Nada vengo a decir a esta ciudad, en mi caso, lo sé. Salvo recorrer, mirar, hacer fotos y tomar apuntes. Acaso buscando comprender, un mensaje al mar arrojado por Lihn, solo si las fuerzas así lo quieren, y acaso pueda releer –como un designio– sus poemas antes de que el-mundo-estalle-en-mil-pedazos (las hipérboles no son lo mío), y resuenan en mi lectura:
Cada noche que llega trae otro poco más
de una historia inconclusa
que quisiera llegar a su fin.
Nuestra fotografía se resuelve en mi cansancio de mirarla
y su respuesta es el silencio de la noche de Lima
en la Estación de los Desamparados (E.L)
No me canso de pensar cuando alflora este Lihn de la errancia, también en Roberto Bolaño, en las cartas que cruzaron, en la atención prestada y en el sueño recurrente de los versos bolañescos: “Soñé que una tarde golpeaban la puerta de mi casa. Estaba nevando. Yo no tenía estufa ni dinero. Creo que hasta la luz me iban a cortar. ¿Y quién estaba al otro lado de la puerta? Enrique Lihn con una botella de vino, un paquete de comida y un cheque de la Universidad Desconocida”.
También se me aparece en tono de pesadilla, justo ahora, Ulises Lima, el que no sé si llega a los talones al gran Mario Santiago –muerto atropellado, callejeando en el DF– pero que una vez sirvió, para ganarse la odiosidad mexicana, tanto como para que mandaran a Bolaño volverse a Santiago y a su vez, que también Mario se fuera a Lima. Acá estamos, todos desamparados. Pues ni modo.
La ola de Watanabe
El poema de Watanabe dice que en su familia han traído un pájaro “como se compra fruta/ un ramo de flores”. Luego refiere a Hokusai, quien –añade– compraba pájaros para liberarlos. La metáfora no puede ser más clara: aves & libertad. La ascendencia japonesa de José Watanabe (madre peruana y padre nipón) hace que muchos de sus poemas revisen la tradición y el modo oriental, de momentos desde el haiku o sólo con variaciones de los temas, donde la naturaleza irrumpe en la contemplación. O, que es lo mismo, la única contemplación deviene hacia la naturaleza, en cualquiera de sus formas, mientras vuela un ojo de humanidad.
Hokusai, el nombre citado, es el pintor de la monumental ola, que enmarca toda su obra dentro del movimiento del mundo flotante. Bajo una ola en altamar en Kanagawa, es lo más emblemático, pero una serie de sus pinturas, describen siempre cómo detalle, la inclusión y resistencia del ser humano ante los elementos naturales. Son las tensiones de una catástrofe, lo que puebla sus obras. Las imágenes de un desastre superpuestas en nuestras miradas. Pienso en las olas, en el viento, en lo pequeño que somos, y más precisamente, por estos días, en los aludes que cobran su paso por las calles, acarreando autos, animales, árboles, casas y personas en Perú. Los asentamientos humanos, seres diminutos, azotados por una gran ola de barro. Mientras yo pienso en pajaritos, en Watanabe, al que recién estoy entrando. En las migraciones. En ser, también, a mi manera un pájaro migratorio. Me he convertido en un ave migratoria. Me desplazo desde Arica al Archipiélago de Chiloé, recorro valles, caminos, plazas, autopistas, parques, hoteles, establecimientos, librerías, puertos, cocinerías, mercados, bibliotecas, playas, callejones, hoteles, aeropuertos. Soy un ave transportada en otras alas. Pero vuelo. A la velocidad de la luz. Dejo atrás lo poco que recuerdo cuando llego. Acaso encarnando la interrogante de Benjamín: “¿Qué le proporciona el viaje al lector?”. En el vuelo de un ave se ha detenido el tiempo, me respondo.
El poema de Watanabe irradia sencillez, pese a lo rotundo de su motivo, y remata diciendo que el derecho a la libertad es “el derecho a morir en el viento”. Los últimos versos advierten que una cosa es la libertad de un pájaro, pero cabe hacernos la verdadera pregunta: “Afuera solo/ con el viento/ a ver qué hago”.
Ribeyro y la vibración de la memoria
Cierto o no, cuando Ricardo Piglia figuraba la salida del ataúd de Roberto Arlt, amarrado con poleas sobre los cielos de Buenos Aires, la idea se me instala para pensarme mirando las azoteas de Lima con un libro de Julio Ramón Ribeyro en mis manos, y en la propia lectura de estas páginas, que él visionaba, de llegar a publicarse, esperaba fueran leídas como un manual de aprendizaje, una forma de aproximación, más que referido a la vida de un hombre, más bien a las desventuras de un escritor. ¿Se puede tomar un lado y restar el otro? La obra y el autor no son desmontables. En el prólogo a La tentación del fracaso de Ribeyro, afirma Enrique Vila-Matas que esta versión póstuma ofrece una total desolación: “La de un silencio litoral, sin pájaros […] un viaje desde la introspección a un paisaje metafísico, probablemente sin personajes”. Entonces me remito a otra reflexión vilamatiana, por ahora sin confirmar, sobre que la nieve sería muy monótona si en la creación no existieran los cuervos. Luego extiende la imagen para hacer una analogía con la escritura y habla de la página en blanco, donde la hoja se abre como una aventura a la que se enfrentan los escritores, mientras tenebrosos cuervos negros los acechan. El silencio. Los pájaros. La ausencia de personajes. Vuelvo entonces a la revisión de estos diarios, a partir del oportuno aniversario natal de Ribeyro, y creo que es apropiado mejor pensar, más allá de lo escrito, en la elisión, la fobia a los pájaros, a esta altura carroñeros, sus propios gallinazos, que rondan todo lo escrito, y como cuánto no está dicho, aunque se repliquen un cúmulo de publicaciones de las mentadas obras-completas, y uno espera encontrar en estado natural a ese flaco que fuma, expuesto a la hoja blanco, donde la mejor nieve, incluso en este preciso instante es una torre de cenizas cayendo en las teclas de su máquina de escribir. La mismo que debió empeñar, bajo el frío madrileño, a cuenta de conseguirse más cigarros, café y algún baguette. Y pareciera que todos esos escritos no fueran más que notas al margen, confirmando que, “el arte sólo se alimenta de aquello que sigue vibrando en nuestra memoria (JRR, 1975)”. Vila-Matas remata diciendo: “Se desliza a lo lejos su mancha oscura”. Los cuervos del diario, jotes o gallinazos a orillas del Rimac.
Una copa por Heraud
Al modo de Javier Heraud y acaso como celebración del viaje digo que comparto su deseo, permanente, de querer “descansar todo un año y volver los ojos al mar”. Y más ya cuando al final remata, con algo de desolación (que no me corresponde sin duda) haciendo una síntesis de su propia escritura, en su maravilloso El Viaje: “Solo soy/ un hombre triste/ que agota sus palabras”. Que el cansancio y el descanso vayan juntos. Siempre. Con todo me voy en deuda con la poesía peruana. Lo mismo que con el sour. Y con las calles y lecturas que no hice. No así de las amistades que ya se van tejiendo. Me llevo algunos libros.
Estas notas han pretendido ser eso, una muestra, pobrísima por supuesto, de un forastero que no quiere ser turista y un lector, que busca escribir de una ciudad como forma de respuesta a su propio extrañamiento. Si lo he conseguido, no lo sé, lo único cierto es que toda crónica es un registro de la aventura de un instante, que se espera leer como una parte de la contingencia, que devuelva algo de gracia a ese tiempo en un presente: cuando ya pasen los años, tal vez cuando ya no importe.
Ya lo dijo Ribeyro: “Mi país es tuyo, mi país es mío, mi país es de todos”.